CIJUREP. Revista de Garantismo y Derechos Humanos, Año 3, Núm. 5, enero-junio de 2019, publicación electrónica, Universidad Autónoma de Tlaxcala, ISSN 2448–833x.
ADDENDA
Fernando Tenorio Tagle
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Sobre mi querido colega y amigo, el Doctor Serafín Ortiz Ortiz:
Conocí al Dr. Serafín Ortiz Ortiz en el año de 1992 en la Universidad Autónoma de Tlaxcala en los cursos de posgrado en derecho, los que actualmente se desarrollan en el Centro de Investigaciones Jurídico-Políticas y Estudios de Posgrado (CIJUREP).
Desde ese año iniciamos una amistad que al paso del tiempo ha ido es-trechándose tanto como nuestras labores académicas en esa casa de estudios y otras más, sea en México o en otros países. Ambos ya habíamos tenido la experiencia de nuestra formación en el extranjero y ello mostraba, quizás de manera sustantiva, las razones de nuestra amistad y nuestra vida intelectual. No hay duda de la convergencia de ideas que hemos sostenido de manera formal en congresos, como informalmente en reuniones de café y otras actividades semejantes; ciertamente, ambos habíamos sido formados desde la perspectiva crítica. Baste recordar, a este respecto, haber tenido el honor de presentar el libro de su autoría Los fines de la pena, que escribiese el Dr. Ortiz como tesis de maestría en el extranjero.
A los pocos años ambos alcanzamos el doctorado y nos incorporamos al Sistema Nacional de Investigadores, al que hemos pertenecido de manera continua hasta la actualidad. Pero además, las inquietas y tenaces actitudes del Dr. Ortiz con respecto a la educación universitaria, lo llevarían a fundar el actual CIJUREP, e iniciar el doctorado el cual actualmente es de excelencia CONACYT. Y aún más, al paso del tiempo alcanza la Rectoría de nuestra casa de estudios y en su administración vendrían a converger colegas europeos y latinoamericanos de altísimo prestigio intelectual como han sido los casos de Raúl Zaffaroni, Luigi Ferrajoli y Tamar Pitch, entre muchos otros, y vendría a crear la infraestructura necesaria para las diversas licen-ciaturas y posgrados que se imparten en nuestra Universidad que ha ubicado a Tlaxcala como un importante referente nacional en la educación superior.
Como es sabido, sus inquietudes lo llevaron también a participar en la política y no obstante, su vida intelectual no cesó y lo condujo de los análisis penales y criminológicos a la argumentación jurídica, publicándose los textos y artículos que al final de esta obra se describen.
Por estas sucintas apreciaciones que delinean al Dr. Ortiz Ortiz como un humanista de carne y hueso, lo han conducido al prestigio nacional e internacional con el que goza actualmente.
Aunado a lo anterior, y debido a su entereza con la que enfrenta la vida a pesar de las vicisitudes que lo han aquejado, me permito escribir las líneas que siguen en su honor a fin de que, en breve tiempo, continuemos nuestras agradables conversaciones que dan sentido a la vida cotidiana, esto es, a la condición humana.
* Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Azcapotzalco, y profesor invitado en la Universidad Autónoma de Tlaxcala.
Urbi et orbi
Urbi et Orbi, entrelazando en nuestro tiempo sus diversos sentidos sacros y profanos, revive en la Aldea Global el sentido originario descrito por Salah Stétié (1983), de apreciar a la urbe enfrentada al orbe y establecida como el centro de intersección y conciliación de las fuerzas cósmicas; y justo por ello, presagian la aventura hacia aquellas fronteras del universo que la ciencia y la tecnología de manera lenta pero constante van posibilitando.
Mientras todo ello se reproduce en el imaginario social como acaeció en los años 60 del siglo XX con el denominado “gran salto de la humani-dad” al arribar a nuestro satélite, buena parte de la humanidad presagia otro tipo de aventura haciendo eco a la formulación griega de “Ir de un pasado de desesperación hacia un futuro prometedor” (Burkert, 1987). La vívida desesperanza que ubica a los más de los sapiens entre el temor y la esperanza, puede en ocasiones promover los signos de toda racionalidad decidida con independencia de los resultados que puedan concretarse, como embrionariamente sucedió en los originarios pueblos mesoamerica-nos: “sólo los decididos se pusieron en movimiento” (Tenorio, 1992).
Migración, palabra que evoca el relato bíblico “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla”, narra, a su vez, la práctica social más importante en el origen del ser humano, precisamente para los efectos de su sobrevivencia, por ser los sapiens en ese origen constitutivos de pueblos recolectores y cazadores, lo que ha hecho posible que, a pesar de la debilidad de su equipo biológico, como lo caracteriza Umberto Galimberti (2002), éstos habiten el planeta y no sólo un ecosistema. No obstante, las diversas migraciones que fueron asentándose propiciaron que diversos grupos entraran en contacto entre sí. Todos ellos y en todos los hemisferios fueron construyendo su identidad y cultura, afirmándose sólo a sí mismos como seres humanos, calidad no digna, desde ese contacto, para quienes empezaron a ser calificados como “los otros”.
Esta cuestión ha sido ampliamente tratada por la antropología analizando la totalidad de los hemisferios y en este sentido, Hans Magnus Enzensberger cita diversos ejemplos como el caso de los nahua en Mesoa-mérica quienes llamaban popolaca, que significa tartamudo, a los miembros de las tribus vecinas que ya habían sido contactadas, una cuestión presente con antelación sea en Grecia o en Roma, al considerar a los otros como bárbaros, cuyo primer significado era tartamudo o balbuceante, y otros casos semejantes (1992: 21).
De ahí que Claude Lévi-Strauss (2016) considerase que semejante contacto hizo que las tribus se intercambiasen sus epítetos más peyorativos y se reafirmasen como los únicos que pueden atribuirse la calidad de seres humanos (Enzensberger, 1992: 21 y 22).
Nosotros y los otros representa, en efecto, la inicial dicotomía de lo que hoy entendemos como exclusión social y que, como lo acredita Roberto Esposito, se explicita en lengua castellana en la primera persona del plural: “nos–otros” (2012: 48 y 158). Una dicotomía que ha traído consecuencias desastrosas para amplios márgenes de la población mundial dada la violencia que ha venido acompañando a la asunción de superioridad de unos frente a los otros, lo que en cualquier caso ha hecho eco a las categorías de la antigua Grecia de diferenciar entre Zoe la vida en general o nuda vida y Bios, esto es, la vida de calidad de aquel calificado como humano. Se piense, a este respecto, en la sacralidad de la vida de la tradición latina, ritualidad que implicaba declarar a alguien como portador sólo de su nuda vida y, en consecuencia, cualquiera podría darle muerte sin que hubiera represalias jurídicas; esto es, una vida sin valor alguno (Agamben, 2005.).
A este respecto, sigo considerando que la interpretación más completa del inicio de la entramada de la exclusión la desarrolla Octavio Paz al sintetizar: “Cada cultura se ha asentado en un nombre, verdadera piedra de fundación y con el nombre no sólo se afirma sino que se diferencia de las otras: Musulmanes-Infieles; Cristianos-Paganos; Toltecas-Chichimecas; Nosotros y los Otros” (1974: 39).
Asentadas las culturas y en razón del miedo generado por la dicotomía “Nos-Otros”, el cual va más allá del original miedo a la muerte al que se refiere Franz Rozensweig (2006), dirigiéndose este temor especialmente al miedo a ser asesinado (Tenorio, 2015), las originarias ciudades fueron establecidas como ciudades de defensa y simultáneamente como ciudades de conquista apreciable en los trabajos de Leonardo Benévolo como de Manuel Castells (Morales, 1987).
En este sentido, la violencia que amenaza y acompaña a toda forma de exclusión social vino a verificarse hasta nuestros días a partir de la guerra, la que más allá de la guía económica que la hace inteligible, vendría a configurarse, desde el origen, como el elemento simbólico más importante de cohesión social (Pasquinelli, 1986), esto es, unirnos para luchar contra el otro, propiciar que la propia cultura perviva extinguiendo a las otras, aunque a pesar de la puesta entre paréntesis husserliana, la racionalidad vencida mutará siempre en el metalenguaje de la racionalidad vencedora, no casualmente la originaria racionalidad de Occidente ha sido identificada como la tradición grecolatina.
En esa línea evolutiva, la que según la conjetura de René Girard (1980), es sólo una en todas las culturas y en todos los hemisferios y que lleva ya 200 mil años en opinión de Yuval Noah Harari (2013), rigió en las prácticas sociales la denominada ley de la sangre identificada a partir de la venganza, inicial criterio de lo que más adelante vendría a definirse como justicia, aunque al comienzo en variados casos, como lo recuerda Westermark, 1993) la propia venganza, la muerte del victimario, vendría a esce-nificarse como sacrificio u ofrenda dada al alma o espíritu de la víctima. Semejante venganza que regiría por milenios, causó igualmente estragos en forma tal que se conjetura la desaparición de diversos grupos humanos por haber sido la venganza siempre desproporcionada a pesar del desarrollo de diversos límites formales que pretendieron reducirla (Sandoval, 1998).
En razón de ello, como acredita Girard (1980), fue necesario dirigir la violencia hacia aquel miembro de la comunidad quien ulteriormente vendría también a ser significado como diferente, precisamente como un “otro” y quien no fue sino aquel identificado como inferior, como en el caso griego, los contrahechos por la naturaleza y, en general, dirá Girard, aquellos que no tuviesen las posibilidades de la venganza, en efecto, los más débiles del propio grupo. De este modo, el sacrificio a partir de una unanimidad de la violencia dirigida en contra de los más débiles de la comunidad, no sólo significará la consolidación de una tradición cultural, sino también la reducción de la violencia recíproca entre los miembros de la comunidad.
Pero yendo más allá de la fundación de una tradición cultural como considera Girard, pues ésta preexiste en el horizonte de sentido de los grupos humanos, José Gil (1978) se interroga sobre la transición de una sociedad sin Estado hacia una estatalmente organizada, la que bien puede identificarse, esta última, como aquella sociedad en la que sus representantes tienen poder sobre los miembros de la comunidad, conjeturando Gil a este respecto, que debió haber habido una carencia fundamental que el naciente Estado no hace sino ampliarla. En mi opinión, como ya acredité en otros trabajos (2015), esa carencia fundamental no fue otra cosa que la nuda vida, en efecto, una vida sin valor, atribuida al receptor de la violencia sacrificial. Así las cosas, la biopolítica a la que Michel Foucault considera que tiene inicio en el siglo XVII (2002) y Giorgio Agamben (2005) precedentemente con el Bando Soberano alemán, inicia, en realidad, con la propia epifanía del Estado, esto es, con la emergencia de un poder sobre los miembros de una comunidad, administrando la vida de aquellos considerados como superiores a costa de “los otros”, esto es, matar para vivir, en forma semejante a como Sigmund Freud lo aseverase: “El ser viviente protege su propia vida destruyendo la vida ajena” (Einstein y Freud, 2001), precisamente el presupuesto de la ulterior lucha de clases.
Si tomamos en cuenta la distinción entre funciones manifiestas y latentes de Robert Merton (1980), en el sacrificio (fare sacer en latín; sphazein en griego, tlacamictiliztli en náhuatl), el pharmakos griego representa el signo que dibuja la función manifiesta, esto es, la ritualidad terapéutica, el ofrecimiento a los dioses de una o más vidas humanas para la conjura de toda penuria social. En cambio, la función latente se evidencia en el signo chivo expiatorio, aquel que conjura, no la penuria social, sino las culpas de los individuos, familias y grupos de la comunidad a manera de una amnistía y que propició, como lo demuestra Girard (1980), la reducción de la violencia recíproca. En cualquiera de los casos, “el otro” será el receptor de la violencia con cuyo asesinato, se podría decir, perviviría el horizonte de sentido de la propia cultura, inscribiéndose como racionalidad decidida y, como tal, pretendiente de conquista y asimilación de los pueblos contactados.
A este respecto, en una interesante carta de Sigmund Freud dirigida a Albert Einstein (2001), dada la pregunta de este último: ¿Por qué la guerra? Freud considera que quizás un buen equivalente entre las disciplinas desarrolladas por los dos ilustres intelectuales, podría ser la atracción y repul-sión desprendida por la física y las pulsiones erótica y de agresión o destrucción (Eros y Thanatos) que el psicoanálisis venía desarrollando. No obstante, la historia ha demostrado que todo encuentro ha producido más bien un desencuentro, como lo evidencia Bauman (1996), el que podría atenuarse y no suspenderse, a partir de la asimilación, cuestión sobre la cual, Freud considera que, “en cierto momento, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero man-teniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles. Así, indica Freud, la violencia, en lugar de matarlo, se limita a subyugarlo” (2001: 74).
Así las cosas, esta práctica que no ha dejado de ser una forma de exclusión social entre identidades en conflicto, puede apreciarse en la proposición: “Te incluyo si dejas de ser lo que eres”, prescripción que evidencia que las políticas de eliminación y de asimilación se entrelacen de manera parasitaria pudiendo avanzarse en la intolerancia hacia las violencias más radicalizadas, como ha sido el caso del ostracismo.
A este respecto, la explicitación de la nuda vida como una vida sin valor alguno de la sacralidad de la vida, herencia del ostracismo griego, en nada distinto de una vida indigna de ser vivida, justificación de las políticas de eugenesia en la Alemania nazi (Binding y Hoche, 2009), y su proximidad con el sacrificio, reviven las consideraciones de Aristóteles de apreciar al sacrificio como la violencia que se dirige en contra de quienes se encuentren por debajo de la sociedad y al ostracismo en contra de aquellos que se encuentren por encima de ésta (Vernant, 1976).
La proximidad en cuestión se encuentra suficientemente acreditada (Gernet, 1983), y se torna evidente en el caso del pogrom ruso en contra de la población hebraica, desde el momento en el cual se calificó a esta población como causante de los males sociales (la caracterización de veneno del pharmakos), lo cual muestra que cualquiera de las violencias propicia-doras de la exclusión, atentan en contra de aquellos que podrían modificar el orden establecido conforme se actualice el desarrollo del pensamiento ético y científico y la maduración que con éste van alcanzando las fuerzas productivas en un espectro que, sin extinguir hasta nuestros días la denominada lucha de clases, alcanzaría otro estadio en nuestra línea evolutiva.
Una sucinta historia de esta maduración de las ideas y de su praxis en el más amplio tema de razas en conflicto es relatada en la compilación hecha por Eduardo Terrén (2002), en lo que, me parece, podría denominarse la proyección o antecedente hacia el asentamiento de una probable aldea global sobre la base de la antigua categoría de razas, las que se mantienen todavía en nuestros días en conflicto, las más de las veces expresado de manera implícita y cada vez menos en modo explícito cuando semejante conflicto se rubrica con el término interculturalidad o multiculturalidad en el seno de naciones diversas como han sido todas aquellas que han experimentado las invasiones y ulteriores procesos de colonización y posteriores neocolonialismos desde el Renacimiento europeo. Considérese, a este respecto, la apreciación de Nietzsche en el siglo XIX al considerar, desde su perspectiva empírica, que la actual sociedad (en su tiempo) necesita de muchos esclavos, sin referirse estrictamente a la categoría que signa la esclavitud de manera formal, sino de manera informal a partir de los acomo-dos jurídicos que parecen inclinarse por el rubro de servidumbre, pre-mo-dernamente dicho; esto es, subyugar a quien se ha construido como un “otro”.
A este respecto, de manera hipócritamente atenuada o en forma agudi-zada, los pueblos invadidos han pactado no otra cosa que sobrevivencia por servidumbre, configurando siempre a los segmentos inferiores del orden exterior que logra imponerse, como han sido los casos de lo que hoy configura Latinoamérica, no se diga de aquellas colonias y ulteriores naciones independizadas que contribuyeron con el comercio de esclavos (indudablemente vistos como inferiores), como fue el caso sobresaliente de la Unión Americana, en efecto, una migración forzada que tuvo en el Sur del continente americano su mayor éxito en el caso de Brasil y el Caribe y de manera muy reducida en México dado que la pretensión tanto de Cristóbal Colón como de Hernán Cortés respecto de los nativos de esta parte invadidos por la tradición católica, era precisamente la de esclavizarlos, cuestión que quedó cancelada al decretarse por el Papa Paulo III en la bula Sublimis Deus que los indígenas tenían alma, cuestión ratificada por el Concilio Provincial Mexicano de 1585 en el que se decretaba que los indígenas eran en realidad seres humanos (Tenorio, 1992). No obstante, Fray Bernardo de Meza concluía: “Los indios no se pueden llamar siervos, aunque para su bien hayan de ser regidos con alguna manera de servidumbre la cual no ha de ser tanta que les pueda convenir el nombre de siervos, ni tanta libertad que les dañe” (Zavala, 1984).
De este modo esclavos o autóctonos y su mezcla de sangre vendrán a inaugurar las formas modernas de servidumbre bajo el dominio de las cas-tas criollas que a la postre fundarían las revueltas para su independencia. Quizás esto último sea inteligible al apreciar que los movimientos inde-pendentistas apelaron al término insurrección y semejante término es, en efecto, el antónimo de resurrección. De manera coincidente con Walter Benjamin (1995), Freud aprecia que el derecho que no es más que violencia y puesto por ésta, …. “se torna entonces expresión de la desigual distribución del poder entre sus miembros; las leyes serán hechas por y para los dominantes y concederán escasos derechos a los subyugados” (2001: 77). Una cuestión que también puede hacerse inteligible al tomar en cuenta la dicotomía “Comunidad – Inmunidad”: los promotores del orden de la comunidad se hacen refractarios a las consecuencias de semejante orden (Tenorio, 2018).
De este modo las primeras invasiones premodernas motivaron nuevos movimientos migratorios en la ya entonces calificada “aventura del Nuevo Mundo”, sabedores de que no habría obstáculo sino al contrario diversas recompensas para los efectos de la colonización y expansión de los reinos denominados universales, justificados en el ius migrandi que, de no satisfa-cerlo por parte de los pueblos contactados, las guerras contra ellos estarían justificadas. América se repartió entre España y Portugal por la Bula de Alejandro VI y el Norte quedaría en poder de Inglaterra y Francia. Todos estos procesos migratorios fueron ulteriormente, ya en la Modernidad, fo-mentados en Europa para la conquista de tierras africanas, asiáticas y Oriente Medio. A este respecto, Luigi Ferrajoli muestra como el Occidente “que luego de haber por siglos invadido y depredado el resto del mundo se cierra hoy como una fortaleza asediada, negando a los extra-occidenta-les el mismo ius migrandi que al origen de la modernidad había apelado como fuente de legitimación de sus propias conquistas, invasiones y colo-nizaciones” (2018: 25).
En todos los casos se evidencia la guía económica y diversas justificaciones para el apoderamiento que no se distanciaron de los argumentos católicos respecto de la Razón Superior aristotélica, no así, de la conversión, sólo pertinente en el caso renacentista de la tradición estrictamente católica de la hispanidad (Paz, 2003).
No hay duda de que las experiencias más cínicas de la intolerancia, la asunción de superioridad, quedó marcada ya en el Siglo XX con las experiencias del Nacional Socialismo alemán durante la Segunda Guerra Mundial y del apartheid inglés en Sud África, sin que se deje de considerar los diversos genocidios que causaron semejantes invasiones. Algunas de las consecuencias negativas para los receptores de estas radicales formas de violencia pretextadas en la intolerancia pueden apreciarse en las sensibles páginas de Eduardo Galeano (2017) y Franz Fanon (2001).
Por otra parte, el paso a la Modernidad representó el inicio del discurso de los derechos humanos que los hacía compatibles con el desarrollo de las fuerzas productivas y sus aspiraciones de dominio identificadas no ya por razones de fe sino por razones naturales, la naturaleza de las cosas, eco aristotélico de la razón superior. De ahí que no pareció condenable la matanza en masa acaecida en América, África y los restantes continentes (Burleigh, 2013; Todorov, 2014), sino hasta que vino a verificarse el Holocausto que identifica la matanza en contra de la población hebraica por parte del régimen nazi, calificando dicho hecho como crimen contra la humanidad y ulteriormente como genocidio (Sullan, 2001). La razón de este cambio en la conciencia occidental puede rastrearse en la apreciación de Raúl Zaffaroni: les pareció intolerable que blancos mataran blancos (2019); muy semejante al delito inicial de trata de blancas que en nuestro tiempo se denomina trata de personas. No por otras razones al término de la guerra la Declaración Universal de los Derechos Humanos finalmente establece que todos somos seres humanos, esto es, la misma dignidad, aunque siga siendo el deber ser que no es o que no es todavía (Zaffaroni, 2013).
Sin embargo, a pesar de que la enunciación de la dignidad humana se haya consolidado, ésta se correspondió también con los avances de la ciencia y de la tecnología en los rubros de las telecomunicaciones, la nanotec-nología, el chip y la robótica, avances de los cuales la economía (y entonces las fuerzas productivas) se harían cargo en el rubro del capitalismo avanzado. Semejante capitalismo vino a presagiar las aspiraciones de la “Aldea Global” con cambios en la vida cotidiana que se hicieron inmediatos luego del fin de la Guerra Fría, estableciéndose firmemente el nuevo orden, ahora global, signado como neoliberalismo.
De este modo, «dejar hacer, dejar pasar», consigna del liberalismo inicial que representó que circulara libremente por el territorio nacional la mercancía y la mano de obra para los efectos de consolidar los nacionalismos, el neoliberalismo haciendo eco a semejante consigna implica: que circule libremente por la Aldea Global la mercancía y el capital, no así la mano de obra. Considérese a este respecto, tanto el cierre de las fronteras por el convenio Schengen de la Unión Europea, como la publicidad de la actual administración norteamericana en relación al “Muro Fronterizo” en su frontera sur.
Así las cosas, diversas industrias de los países centrales, en diferentes modos, haciendo uso de los citados avances de la ciencia y de la tecnología se van estableciendo cada vez en mayor medida, en la periferia, utilizando diversas medidas de política fiscal como lo es recientemente el caso del outsourcing, debilitando los ingresos de la fuerza de trabajo, una mano de obra más barata que en los países de las firmas que se trasladan a la periferia; un ejemplo de ello ya lo evidenciaba Nils Christie (1981). He ahí la razón por la cual los países centrales empiezan a ser denominados países de la post-industria. Esos avances y esas políticas van propiciando que la antigua clase obrera se reduzca considerablemente y se presagie el riesgo de su extinción, dado que el trabajo que se ofrece es temporal como en el caso de las maquiladoras en diversas partes de la periferia, una cuestión rastreable en las conjeturas de Herbert Marcuse en El hombre unidimensional (1968).
La exclusión y las diversas formas de violencia que la acompañan en nuestro tiempo, han generado apreciarla, como … “un apartheid global que separa al Norte Global del Sur Global, a los ricos de los pobres, a los ganadores de la nueva economía global de los perdedores”, según la descripción de Aviva Chomski (2014: 14), sobre la base del libro de Joseph Nevins, Dying to live: A story of US Inmigration in an Age of Global Apartheid.
Ciertamente los movimientos migratorios han cambiado en nuestro tiempo. De aquella aventura del Nuevo Mundo a partir de la cual sus protagonistas imaginaron las posibilidades de la riqueza, hoy los nuevos movimientos migratorios, hundidos en un espectro paupérrimo y de violencia, sus protagonistas presagian con la migración la única posibilidad de la sobrevivencia. A este respecto Ferrajoli afirma: “Constreñidos a huir de la guerra, del hambre y de la desigualdad sustancial provocada en gran parte por nuestras políticas (refiriéndose al Occidente), pasadas y presentes, (los migrantes) encuentran, en nuestros países, la discriminación de sus diferencias personales vinculadas a su estatus de extranjeros” (2018: 196), en efecto, del extraño a la comunidad, indudablemente del “otro”, un extraño que no puede involucrarse en la dicotomía “amigo–enemigo” sino en la única posibilidad que le queda para la sobrevivencia, esto es como un “amigo a prueba” (Bauman, 1996: 117).
Mas el elemento fundamental que distingue a las antiguas migraciones de las actuales lo es precisamente la construcción de la etiqueta de ilegalidad de la migración irregular (Ferrajoli, 2018: 197) que puede alcanzar sanciones penales; de ahí el título de Aviva Chomsky: Indocumentados. Cómo la inmigración se volvió ilegal. Pero como en todas las prácticas sociales signadas como ilegales, el ámbito jurídico y sus instituciones se evidencian ampliamente selectivos y semejante selectividad obedece en gran medida a la economía política.
A este respecto, la literatura especializada ha mostrado cómo la migración hacia el Norte Globalizado ha sido perseguida y simultáneamente to-lerada conforme lo exija la economía del país receptor de manera legal o ilegal. En un amplio panorama, lo ilegal puede mutar como legal cuando las necesidades de mano de obra (evidentemente barata), es exigida por razones de productividad o por el denominado crecimiento económico. A este respecto, Jorge Durand aprecia que “las políticas migratorias suelen ser pendulares: cuando la economía crece, los inmigrantes son requeridos; cuando va a la baja, estos se convierten en una carga” (2017: 34). Más existen otros ejemplos como el narrado por Aviva Chomski referente a la necesidad de reconstruir Nueva Orleans luego del huracán Catrina, cuando los contratistas federales necesitaban urgentemente trabajadores migrantes (2014: 25).
No obstante, aún la migración ilegal encuentra las posibilidades (hasta cierto margen), de encontrar trabajo el que no escapa de los niveles de servidumbre no deseados por los trabajadores locales, como han sido los casos de la agroindustria. A este respecto, Chomsky ilustra:
Hoy el 42 por ciento de los trabajadores agrícolas son migrantes (es decir, que migran siguiendo las cosechas); 75 por ciento de los trabajadores agrícolas nacieron en México, 2 por ciento en Centroamérica y 23 por ciento en Estados Unidos. Sólo cerca del 4 por ciento de los trabajadores indocumentados trabajan en labores agrícolas, pero constituyen entre el 25 y el 90 por ciento de todos los trabajadores agrícolas” (Chomsky, 2014: 140).
No obstante, esta aventura de ir de un pasado de desesperación hacia un futuro prometedor, puede mutar en tragedia desde el momento mismo en que semejante aventura inicia, al enfrentarse a otras formas de ilegalidad como el secuestro de personas para exigir rescate a sus familiares, vincu-larlos coactivamente hacia el crimen organizado o ser asesinados cualquiera que sea la frontera por la que transiten (Cfr. Chomsky, 2014; Durand, 2017).
Y ciertamente, a partir de estas apreciaciones es posible hacer inteligible la forma por la cual se verifican los flujos legales e ilegales de los movimientos migratorios de este tipo, si consideramos a semejantes flujos condicionados de manera descriptiva a una economía política de la migración, de la que indudablemente será subsidiaria para su afirmación la economía política del castigo, la amenaza terminal sobre toda práctica social que llegue a signarse en la textura de la ilegalidad, ciertamente, la fuerza que sostiene al pacto político real el que siempre quedará encubierto por el pacto constitucional de las actuales unidades políticas.
Esta cuestión tiende a agudizarse en el caso de los movimientos migratorios para los efectos de escapar de la violencia. En realidad se abren diversos campos de refugiados cuyos usuarios carecen de estatus legal en un encierro para su protección que paulatinamente se convierte en la experiencia de un gueto; y aun cuando en ocasiones se recibe la denominada “ayuda humanitaria”, de ella disfrutan también los grupos contendientes de los conflictos bélicos (Münkler, 2005).
Como se evidencia, ese relato bíblico que Occidente desea poderosa-mente cumplir, no sólo ha puesto en peligro la dicotomía cultura–natura, génesis del ser humano, rastreable en el rubro de Ecocidio, sino también a amplios márgenes de la población mundial, producto de ese dominio de la racionalidad que comanda, una racionalidad decidida, en efecto, Occidente y sus aliados, sujetos extremadamente asimilados y en una lucha mi-méticamente presagiada. Ello figura en nuestro tiempo desde los años 90 cuando el planeta fue signado como “Aldea Global”, la escenificación de una guerra mundial de clases sociales, uno de cuyos laboratorios, en opinión de Massimo Pavarini, lo es México (2015), que se corresponde con la interpretación de Sami Naïr (2004) de ver a Latinoamérica como el laboratorio contemporáneo de difusión del modelo económico y social anglo-sajón, y ello en razón, me parece, dada la frontera norte de México con la Unión Americana, nación que es vista por diversos especialistas como el Imperio contemporáneo (Hardt y Negri, 2005), sin descuidar las apreciaciones de Sami Naïr (2004) al considerar no un imperio sino un sistema imperial del que participan además de los Estados Unidos, Japón y Europa. Es en efecto una aldea global repartida como han sido los casos de América en el Renacimiento y África y Asia durante la Modernidad.
De esta manera, los flujos migratorios que en nuestro tiempo van de Sur a Norte, legal e ilegalmente, no pueden escapar a la economía política de la migración y cada vez más la integridad y la vida de sus protagonistas se encuentra en el riesgo de toda aventura humana, esto es, la tragedia cuyo significado griego es precisamente el canto del chivo expiatorio, el receptor de la violencia que comanda, ya no mítica ni divina como diferenciaba Walter Benjamin (1995), es quizás la violencia que guía el Homodeux al que se refiere Harari (2016) en esta la Edad de la Técnica a pesar de que podría apelarse a un nuevo principio global: Soy Sapiens, habito el planeta Tierra y tengo derecho a transitar libremente por el mismo.
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