Condiciones para la exención del servicio civil armado durante el siglo XIX en México
Edwin Álvarez Sánchez y Pedro Celis Villalba
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Resumen:
El presente artículo tratará sobre las condiciones establecidas por los gobiernos nacionales del México decimonónico, para exceptuar a sus ciudadanos del servicio armado en las fuerzas de reserva y auxiliares de la época. El objetivo es establecer un contraste entre nuestra época, en que los derechos humanos son una razón suficiente para eximir de dicho servicio, y el siglo XIX, en que, aunque predominaba la ideología liberal, con su defensa a ultranza de las garantías individuales o derechos del hombre y del ciudadano, el interés por garantizar la defensa de la Nación contra peligros externos constituía un imperativo superior. También se buscará manifestar las dificultades del Estado para encontrar un equilibrio entre el respeto a dichas garantías y la exigencia a los ciudadanos del cumplimiento del deber de defender a la patria.
Summary:
This article will talk about the requirements by Mexican authorities during the XIX Century to exempt it´s citizens of military service in the reserve and auxiliary forces of that period. The aim is to stablish a contrast between our own time, in which human rights are enough reason to exempt of such service, and the XIX Century, when the importance of national defense against foreign dangers was more important, regardless of the fact that Liberal ideology, predominant in that period, was very concerned with the protection of individual warrantees also known as the rights of man and citizen. Another objective of this article is to show the difficulties of the State to achieve an equilibrium between the respect of the said warranties and the demand of Mexican citizens to fulfil their duty of defending the fatherland.
Palabras clave: Guardia Nacional, Milicia activa, Milicia cívica, Milicia nacional local, Servicio Militar Nacional, derechos humanos, garantías individuales.
Keywords: National Guard. Active militia, local national militia, national military service, Human rights, individual guarantees
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Introducción
En nuestros tiempos, el respeto a los derechos humanos ha cobrado gran relevancia, y por ello son cada vez más los países cuyos gobiernos han flexibilizado sus políticas en torno a la obligatoriedad del servicio militar. Por ejemplo, ha ido aumentando el número de naciones en las que se reconoce la objeción de conciencia, tanto por motivos religiosos como morales, al cumplimiento de dicho deber para con el Estado. Desde luego, hay países cuyos gobiernos autoritarios tienen poco interés en el respeto a los derechos humanos. Asimismo, hay naciones cuya situación de guerra fría permanente, los orilla a tener una actitud severa para con los objetores al servicio militar obligatorio, como en el caso de Corea del Sur. Del mismo modo, Estados que no tenían una actitud tan estricta en el tema, pueden endurecer su posición al entrar en una guerra declarada, como ha sido recientemente el caso de Ucrania, cuyo imperativo de defensa la ha llevado a exigir la conscripción de todos los ciudadanos varones.
En el caso de nuestro país, desde que se estableció el Servicio Militar Nacional en 1942, en el contexto del ingreso de México en la Segunda Guerra Mundial, se procuró presionar a la ciudadanía masculina a cumplir con dicho deber a través de mecanismos como el exigir la cartilla liberada del servicio militar, como requisito para ser contratado en un empleo. Ello, no obstante, nunca impidió que el número de remisos –ciudadanos que no cumplen con el trámite para quedar conscriptos‒, fuera siempre grande. Esta situación, sin embargo, fue cambiando a partir de la
década del 2000, en que cada vez menos centros de trabajo fueron exigiendo este requisito para contratar personal, en tanto que el propio Gobierno Federal optó por reconocer el derecho de los integrantes activos de grupos religiosos a ser exceptuados del servicio militar, así como por ofrecer a los ciudadanos formas no violentas de cumplir con su servicio, como participando en campañas de alfabetización.
Es evidente el conflicto que representa para el Estado buscar un equilibrio entre el respeto del derecho humano a la libertad de pensamiento y conciencia religiosa, por una parte, y por otra la necesidad de forzar a los ciudadanos a cumplir con la obligación de prestarse a servir en la defensa militar del país en caso de una guerra con otra nación. Este tipo de problemática no es nueva, pues ya en el siglo XIX existió la necesidad de contar con fuerzas de reserva, compuestas por ciudadanos dispuestos a tomar las armas para contribuir a la defensa del territorio nacional, permitiendo el pase del Ejército regular al pie de guerra.
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Fuerzas de reserva y auxiliares anteriores a la Guardia Nacional
El primer modelo para organizar estas fuerzas de reserva lo proporcionó el régimen virreinal, al establecer una Milicia provincial –también denominada Milicia disciplinada o reglada por estar sometida a la Ordenanza Militar– y otra urbana, para que los súbditos novohispanos de la Corona española pudieran contribuir a la defensa del Reino. La primera tenía como objeto engrosar las filas del Ejército de línea, mientras que la segunda tenía la finalidad de proporcionar fuerzas de patrullaje y defensa a las haciendas, villas y ciudades, así como fronteras y costas. En el caso de la Milicia urbana, el reclutamiento era voluntario, aunque también se pedía a los gremios que organizaran sus propios cuerpos –recuérdese el caso del Regimiento/Batallón de Comercio de la ciudad de México–. En cambio, la fuerza de la Milicia provincial era reclutada mediante sorteo, por lo que su servicio era más bien compulsivo.1
Durante la guerra de Independencia estas dos milicias fueron movilizadas para servir contra los insurgentes, y se les añadieron otros cuerpos de nueva creación, conocidos con las designaciones de “fieles realistas” y “patriotas distinguidos”. Es importante señalar que el reclutamiento durante esta contingencia bélica fue irregular, ya que como la gente “respetable”, que llevaba un modo de vida “honesto” pertenecían por lo general a los cuerpos urbanos, se tuvo que recurrir al reclutamiento mediante leva de los vagos. Este conjunto de fuerzas terminó recibiendo la denominación de “activas”, por su condición de movilizada o sobre las armas. Tras concluir la guerra en 1821, por decreto del 27 de agosto de 1822, los elementos de estas milicias que se habían adherido al Plan de Iguala en la primera época, esto es antes de septiembre de 1821, se “veteranizaron”, pasando a formar parte de las filas del Ejército permanente, pero parte de estas fuerzas continuaron con su carácter de tropas auxiliares y recibieron los nombres alternativos de Milicia activa y Milicia auxiliar.2
Paralelamente, al promulgarse la Constitución gaditana en 1812, se estableció en los dominios de la Corona española la creación de una fuerza de reserva, semejante a la Guardia Nacional de la Francia revolucionaria, que recibió los apelativos de Milicia nacional o cívica.3 La Constitución Política de la Monarquía Española estipulaba en su título I, capítulo II, artículo 9 que el servicio en esta fuerza era obligación de los ciudadanos –antes súbditos– españoles, cuando la ley se los exigiera. En cuanto a la Milicia provincial, una Junta Auxiliar reunida en 1820 decidió denominarla Milicia nacional activa, y le asignó el papel de una reserva que debía “operar activamente” junto al Ejército. El resto de los cuerpos milicianos, como los urbanos, fueron refundidos en lo que se conoció como Milicia nacional local, en concordancia con lo dispuesto por la Ley del Ejército de 9 de junio de 1821.4 Posteriormente, el 20 de septiembre del mismo año, el Gobierno español decretó a través del secretario de Guerra, Estanislao Salvador, el uniforme que debía distinguir a los integrantes de la Milicia nacional activa.5
Aunque la Constitución de Cádiz estuvo vigente en la Nueva España de 1812 a 1816 y de 1820 a 1821, fue a partir de este último año, cuando nació el Imperio mexicano, que se pensó seriamente en implementar este aspecto de la Constitución gaditana. El presidente del Consejo de Regencia y posteriormente emperador, Agustín de Iturbide, mantuvo en vigor la Constitución española de manera provisional, en tanto el Congreso Constituyente elaboraba una propia para México. En consecuencia, el 3 de agosto de 1822, el Soberano Congreso Constituyente emitió un reglamento provisional para la Milicia cívica, cuyos artículos 12 a 23 establecían como funciones de los milicianos las de patrullar para la seguridad pública; perseguir y aprehender, dentro del territorio de su localidad de origen, a desertores y malhechores, si no había militares permanentes que pudieran hacerlo; escoltar a presos y caudales nacionales de su localidad a la siguiente donde hubiera otro cuerpo miliciano; así como la defensa de su comunidad contra enemigos interiores y exteriores. No se hacía ninguna mención de engrosar las filas del Ejército permanente para que alcanzara su pie de guerra, lo que significaba que se conceptuaba a la Milicia nacional en los mismos términos que a la Milicia urbana de tiempos virreinales.
En el artículo 1° del reglamento se estableció que todos los ciudadanos de 18 a 50 años debían servir en dicha corporación, quedando exceptuados los ministros religiosos en sus distintos niveles, los marineros, los “simples jornaleros”, los que tuvieran un impedimento físico para manejar armas y los funcionarios públicos, tanto civiles como militares. Sin embargo, al final se expresaba que cualquiera de los exceptuados, que no perteneciera a la clase eclesiástica, estaba en libertad de servir en la Milicia si así lo deseaba, con la aclaración de que los funcionarios públicos serían considerados como simples milicianos. Asimismo, el artículo 15 mencionaba la posibilidad de que el individuo obligado a servir podría valerse de un sustituto que tomara su lugar.
Estas excepciones nos hablan de distintos asuntos que preocupaban a los gobernantes del Imperio. Para comenzar, la excepción otorgada a los ministros religiosos no tenía que ver con la libertad de conciencia, sino con la consideración del culto católico como la religión de Estado, sin tolerancia de ninguna otra. El respeto hacia esta confesión religiosa y sus dirigentes se hacen patentes en esta excepción al servicio armado, que, desde luego, era incompatible con el ejercicio del culto y con el impedimento impuesto a los clérigos para derramar sangre, en vista de que estaban obligados a seguir mucho más de cerca los preceptos cristianos, no obstante que la Iglesia católica nunca ha condenado la guerra en forma absoluta.
La segunda y tercera excepciones tenían que ver con el interés de los gobernantes en no perjudicar la economía del país. Los marineros eran indispensables para el comercio con otras naciones, e incluso para comunicar entre sí ciertas zonas del país, en una época en que no existían ferrocarriles en México, siendo el transporte arrastrado por mulas y caballos el único disponible para transportar efectos y mercancías. En cuanto a los “simples jornaleros”, se estaba exceptuando a los obreros de todos los sectores económicos, a fin de no interrumpir las actividades productivas.
La excepción relativa al impedimento físico resulta obvia, pues siempre ha sido necesario cierto grado de salud física para combatir en el campo de batalla, aunque sólo a partir del siglo XX se volvió indispensable para los militares el adiestramiento físico intenso. No obstante, este artículo no especificó si se exceptuaría sólo a los que tuvieran un impedimento físico permanente, o también a los que estuvieran impedidos de manera temporal. Un impedimento físico permanente puede entenderse como la falta de uno o varios miembros motrices –brazos, piernas, manos, pies–, una parálisis, el retraso mental o una enfermedad mental grave interpretada entonces como demencia. En cambio, un impedimento temporal podría haber sido un simple resfriado. Evidentemente, si al momento de ser llamado a inscribirse en la Milicia, el individuo estaba enfermo, tendría que exceptuársele, pero el reglamento no aclaraba mecanismos que garantizaran la conscripción de la persona una vez que hubiera sanado.
Respecto a los funcionarios civiles, lo que se buscaba era asegurar la buena marcha de la administración pública. Y cuanto a los militares, era obvio que, si ya servían en el Ejército, tenían que estar exceptuados de pertenecer a la Milicia. Sin embargo, esta excepción duraría tanto como su servicio activo, ya que el artículo 32 daba a entender que los militares retirados tendrían que estar alistados en la Milicia. La pregunta que surge es quiénes no quedaban exceptuados. Los que no fueron mencionados en el reglamento fueron los profesionistas, como abogados, médicos, ingenieros y profesores que no estuvieran ejerciendo un cargo público y contaran con buena
salud; tampoco estarían exceptuados los comerciantes, grandes y pequeños, propietarios de haciendas, minas e industrias, así como sus empleados administrativos; también estaría obligado a servir el personal de servidumbre doméstica; y si contaban con buena salud, las personas desocupadas. Ahora bien, en el artículo 21 se mencionaba que quienes siguieran la carrera literaria, sólo tendrían que servir en tiempo de vacaciones. Esto es que los estudiantes universitarios no tendrían que rendir servicio durante sus periodos de clases, lo cual implica que, aunque el reglamento no lo mencione, los profesores también tendrían que estar exceptuados, aunque fuera parcialmente.
En cuanto al adiestramiento de los milicianos, de acuerdo con los artículos 32 y 33, correspondería a los oficiales retirados del Ejército de línea instruir a los oficiales y sargentos milicianos, pero si no los había, los instructores tendrían que ser militares en activo designados por el jefe militar más cercano, a solicitud del Ayuntamiento. A su vez, los oficiales y sargentos milicianos instruirían a su tropa en días festivos.
Mientras se daban los primeros pasos para organizar a la Milicia nacional, los vaivenes políticos llevaron a un cambio de régimen, pues el emperador Agustín I fue derrocado por el Ejército, estableciéndose en su lugar una república, encabezada provisionalmente por un triunvirato designado como Supremo Poder Ejecutivo. Dicho cuerpo volvió a decretar el 9 de abril de 1823 el reglamento provisional para la Milicia cívica, repitiendo íntegramente el planteado por Iturbide. Por otra parte, dicho documento fue complementado por otro decreto, expedido el 11 de julio del mismo año, en cuyo artículo 2° se establecía que los exentos del servicio debían contribuir con tres reales mensuales para los gastos de la Milicia, mismos que debían ser recolectados por los ayuntamientos.6
Por su parte, el Congreso Constituyente de 1823-1824 adquirió interés en la Milicia activa, a la cual trató de regular a través de decretar, el 12/16 de septiembre de 1823, un “Plan bajo el que deben formarse los cuerpos provinciales de infantería.”7 En el artículo 1° de dicho documento se enunciaba que el objetivo de esta Milicia era “servir de reserva y aumentar la fuerza del ejército permanente.” Esto resulta interesante, porque en tanto que fuerza de reserva, la Milicia activa/provincial, debería estar desmovilizada en tiempos de paz, así que el hecho de que se quisiera tener sobre las armas a batallones de infantería activos/provinciales que de manera inmediata y continua estuvieran aumentando las filas del Ejército, sin haber una contingencia presente, los convertía en fuerzas auxiliares, más que en una reserva propiamente dicha.8 Habrá quien arguya que la condición de guerra con España, vigente hasta 1836, así como la ocupación española del castillo de San Juan de Ulúa, que no se rindió sino hasta 1825, eran la razón de mantener “activa” a la Milicia provincial, pero el hecho es que estas fuerzas estuvieron movilizadas de forma ininterrumpida hasta su primera desaparición en 1848, siendo restablecidas entre 1853 y 1860, lo que demuestra que no fueron los conflictos con fuerzas extranjeras en 1829, 1835-36, 1838-39 y 1846-48, ni la guerra civil de 1858-60, lo que llevaron a su movilización. Por otra parte, el artículo 10 indicaba que, en tiempo de guerra, los milicianos activos debían ser sorteados para cubrir los remplazos del Ejército de línea.
El artículo 14 del citado plan indicaba que para ser oficial miliciano se requería tener edad de 21 años cumplidos, estar en el ejercicio de los derechos de ciudadanía, tener un oficio o ejercicio con el que se viviera honradamente, o bienes cuyas rentas le permitieran al individuo vivir con decencia, así como ser nativo o vecino con residencia mínima de cinco años. De acuerdo con el artículo 13, también los militares retirados podrían ser oficiales de esta Milicia, con preferencia de colocación. En cambio, no se aclaraban los requisitos para ser parte de la tropa, pero en el artículo 18 sí se informaba que la Ordenanza de 1767 y la Declaración sobre Milicia provincial del 30 de mayo del mismo año, seguían vigentes, en lo que no se contrapusiera con el decreto de 16 de septiembre de 1823. En este sentido, es muy probable que se siguiera el mismo criterio adoptado por Iturbide, en una circular del 9 de enero de 1823, en la que se indicaba la fecha para celebrar un sorteo en el Ayuntamiento de la ciudad de México, a fin de determinar qué vecinos debían integrar las filas de los dos regimientos de infantería provincial, que le correspondían a la capital del Imperio, de acuerdo con el artículo 22, título 3, de la normatividad de 1767.
Dicha normatividad establecía en su título 4 que los sorteos debían efectuarse entre los varones mayores de edad, siguiendo ciertos criterios de descarte. En primer lugar, debían ser sorteados los solteros, viudos e hijos de familia sin patrimonio; si no había suficientes de éstos, se debían sortear los casados menores de 18 años, jornaleros casados pero sin hijos, “mozos de casa abierta” –v.g. jóvenes independientes–, y los casados sin hijos; si seguían sin llenarse las plazas vacantes, entonces debían sortearse también los participantes en la producción agropecuaria, a los que se deseaba exceptuar, en la medida de lo posible. Justamente, entre los exceptuados del servicio estaban los jornaleros del campo y la minería, los ganaderos, los nobles, eclesiásticos, jueces, magistrados, miembros de los cabildos, empleados de rentas, mayordomos de templos y pueblos, labradores, maestros, estudiantes matriculados, directivos académicos, médicos, cirujanos, herreros, boticarios, empleos de correos y postas, familiares de militares y milicianos en servicio, funcionarios, cocheros, huérfanos que sostuvieran hermanos menores de 15 años, hijos únicos de viudas o padres sexagenarios o a cargo de ellos, fabricantes de telas, mercaderes con locales en lonjas y mercados, así como extranjeros sin avecindar.9
Fue entonces este sistema de sorteos el que, en teoría, se utilizó para reclutar a los milicianos activos. Resulta evidente una continuidad entre la Corona española y los primeros gobiernos del México independiente, en relación con la preocupación por no afectar la producción alimenticia y de materias primas, así como la marcha de los asuntos públicos, religiosos y académicos. Por otra parte, siguiendo la normatividad de 1767, se planteó un servicio miliciano de nueve años.10 En cuanto al adiestramiento, los milicianos debían entrenarse en las evoluciones de armas una vez por semana, y reunirse en asambleas periódicas para recibir instrucción táctica.11
El sistema dual de milicias, iniciado por el régimen liberal en España, fue continuado formal y definitivamente en México, cuando la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, promulgada en 1824, estableció en su título IV, sección cuarta, artículo 110, fracciones X y XI que, para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación, además de la fuerza armada permanente de mar y tierra, habría una milicia activa y otra local. Respecto a esta última, se especificaba que en caso de tener que usarla fuera de sus estados o territorios de origen, tendría el Ejecutivo que contar con autorización del Congreso o del Consejo de Gobierno, lo que confirmaba la continuidad del modelo virreinal, con una fuerza operando cerca del Ejército y otra destinada solo a la defensa de sus jurisdicciones de origen.
Antes de concluir, el gobierno del primer presidente de México, general de división Guadalupe Victoria, decretó un Arreglo de la milicia local, decretado el 29 de diciembre de 1827. Los artículos 2 y 5 informaban que el nombre completo de la corporación sería Milicia nacional local, aunque en el artículo 4 se le denominaba indistintamente Milicia cívica. Esta fuerza estaría formada por cuerpos de infantería, caballería y artillería, a diferencia de la Milicia cívica de 1822, que solo contaba con personal de las primeras dos armas. El artículo 4, antes aludido, establecía funciones semejantes a las del reglamento de 1822, pero en cuanto a la responsabilidad de escoltar reos y caudales, se decía que lo haría donde no hubiera tropa permanente o activa, es decir, que ya se estaba teniendo en cuenta la existencia de los dos tipos de milicias, en consonancia con lo enunciado por la Constitución.
El artículo 1° abría declarando que todo mexicano estaba obligado a concurrir a la defensa de la patria, cuando fuera llamado por la ley, pero el artículo 16 aclaraba que estarían exceptuados los empleados y comisionados de la Federación, los retirados que no desearan alistarse, los eclesiásticos seculares y regulares, así como los inspectores, jefes y oficiales que fueran nativos de una nación en guerra con la mexicana. Se dejaba a las legislaturas locales ampliar estas excepciones, así como fijar la edad para iniciar y concluir el servicio miliciano. Este aspecto manifiesta el respeto del Gobierno por el régimen federal implantado en 1824, pero también deja ver que se esperaba una participación más amplia de la población adulta masculina en esta milicia, que en la activa. Por otra parte, en el artículo 36 se contemplaba que, aquellos milicianos que quedaran inutilizados debido a su servicio, o que fallecieran en acción de guerra o de sus resultas, tendrían ellos o sus familias, el derecho a optar por las gracias estipuladas para el personal del Ejército.
Hacia el 21 de marzo de 1834 apareció una nueva disposición, pero específicamente para regular la formación de cuerpos de Milicia cívica en el Distrito Federal y los Territorios. Pero es más que probable que la información contenida en ella coincidiera con las reglamentaciones de otros estados de la República. En el artículo 1° se especificaba que pertenecerían a ella todos los vecinos que tuvieran 18 años en adelante, y hasta los 50. El artículo 9° indicaba que los ejercicios doctrinales –de adiestramiento– tendrían lugar los domingos, para los milicianos que no estuvieren sirviendo. El artículo 2° exceptuaba del servicio a los eclesiásticos que gozaran del privilegio del fuero; los profesores de medicina, cirugía y farmacia encargados de una oficina pública; funcionarios públicos federales, del Distrito o de los Territorios, con cargos, tanto de
elección popular, como por designación del Gobierno; los militares retirados que no quisieran servir voluntariamente; preceptores de primeras letras que tuvieran escuela pública; catedráticos y estudiantes que pertenecieran a los establecimientos públicos de instrucción; mozos de mandados y cocheros; los jornaleros empleados en el ejercicio y cultivo del campo; arrieros pobres y traficantes de a pie; procesados y sentenciados por delitos infamantes; los que no tuvieran oficio, industria o modo de vivir conocido; así como los españoles y demás extranjeros.
A diferencia de las reglamentaciones anteriores, en esta última se mostraba preocupación por exceptuar a los jornaleros campesinos, mas no a los de la industria y minería. Tampoco se hablaba de exceptuar a los miembros de las clases acomodadas. Resulta interesante que, al hablar de profesores de las ramas médica y farmacéutica, se especificara que solo quedarían exceptuados si estaban encargados de una oficina pública; es decir que, a diferencia de lo ocurrido con la Milicia Activa, no se pensaba exceptuar al personal médico. Respecto al personal docente, sólo se exceptuaría a quienes laboraran en planteles públicos, no en los privados, lo que afectaba directamente a los profesores empleados por escuelas pertenecientes al clero, algo en consonancia con las políticas anticlericales seguidas por el vicepresidente Valentín Gómez Farías y la Legislatura federal que fungió entre 1833 y 1834. En cuanto al estado civil y las relaciones familiares, como el estar soltero o casado, tener hijos o no, dejaba de tener importancia; no se exceptuaría a nadie por esas circunstancias. Finalmente, y al igual que sucedía con la Milicia activa, se manifiesta repulsión por la población desocupada. Llama la atención que no se aclare algo obvio, que sí se señalaba en la reglamentación de la Milicia activa, a saber, que tanto los militares permanentes como los milicianos activos, debían quedar exceptuados.
Mientras que el reglamento para la Milicia activa establecía el sorteo como mecanismo para designar a los que debían servir, el artículo 5° del reglamento cívico de 1834 dejaba clara la obligatoriedad del servicio para toda la población masculina que no estuviera comprendida en las excepciones. Sin embargo, en una época en que no había Registro Civil, ni un Registro Nacional de Población, sino únicamente censos levantados en forma irregular, resulta improbable que se hubiera podido dar cumplimiento al artículo 5°, en el sentido de que 30 días después de la publicación del reglamento, los ayuntamientos deberían publicar una lista con los nombres de todos los individuos no exceptuados. La realidad es que, para cumplir con el alistamiento, debía de contarse con la aquiescencia de los propios milicianos. Es decir que, en la práctica, gran parte de ellos debieron inscribirse voluntariamente.
Por otra parte, las listas debían ir acompañadas por la indicación del lugar y hora en que los milicianos debían presentarse a elegir el arma a que deseaban pertenecer, con la salvedad de que quienes quisieran ser parte de la caballería, debían contar con su propio caballo y montura. Con un tono extrañamente severo, se estipulaba que todos los demás ciudadanos que no aparecieran en las listas, por estar exceptuados, también debían acudir en esa ocasión, pues de lo contrario se harían acreedores a una multa de 10 a 100 pesos, y quienes no pudieran pagarla, cumplirían hasta cuatro meses de obras públicas, quedando alistados automáticamente.
En otras palabras, toda la población masculina comprendida en la demarcación del ayuntamiento en cuestión, debía presentarse a presenciar el alistamiento de los milicianos. Para que esta prevención tuviera lugar, debía contarse con que el jefe político, el alcalde, los síndicos y regidores, así como las fuerzas de seguridad bajo su mando, estuvieran dispuestos a cumplimentarla, pues de otro modo, no habría quien lo hiciera, ya que, en el México de esa época, los niveles federal y estatal de gobierno carecían de la capacidad de cumplir plenamente con tal amenaza. Hay que pensar que incluso hoy, en que el Estado mexicano es una realidad y no una ficción legal, resulta imposible para el Gobierno asegurarse de que los jóvenes que han alcanzado la mayoría de edad cumplan con el trámite para quedar conscriptos en el Servicio Militar Nacional, y evitar ser remisos. Y de todas formas se dejaba en los ayuntamientos la responsabilidad de organizar y administrar a la Milicia local, toda vez que la competencia del Gobierno Federal se limitaba al Ejército y Milicia activa. Así pues, mediante esta reglamentación se daban a las autoridades municipales las herramientas legales para formar cuerpos de Milicia local, pero dependía de los responsables de esas demarcaciones dar cumplimiento cabal a disposiciones tan drásticas, en comparación con lo dispuesto previamente para la Milicia cívica, así como para la provincial/activa.
En cualquier caso, este marco normativo tuvo poca duración. Debido a que las fuerzas cívicas tuvieron una participación muy importante en el pronunciamiento del general de división Antonio López de Santa Anna contra la administración del también divisionario Anastasio Bustamante, con el Plan de Veracruz, a cuyo amparo se formó una coalición de los estados de Jalisco, San Luis Potosí y Zacatecas, cuyas milicias fueron mandadas por el general de brigada Esteba Moctezuma (1832)12 y a que el gobierno de Puebla, encabezado por Cosme Furlong aprovechó sus cuerpos cívicos para sublevarse contra el Gobierno Federal en 1833, apoyándose en el contexto generado por el movimiento de “Religión y fueros”, así como por el Plan de Cuernavaca, el Congreso de la Unión decidió elaborar una ley para disminuir la fuerza de la Milicia local en 1835. El gobierno de Zacatecas, encabezado por Manuel González de Cosío, protestó ante tal medida, y al no poder persuadir a los legisladores, se sublevó con sus 5,000 milicianos, que fueron puestos bajo el mando del exgobernador Francisco García. El gobierno envió al presidente con licencia, Antonio López de Santa Anna, a combatir a los rebeldes, a los que batió en menos de dos horas, durante la madrugada del 11 de mayo de 1835. La consecuencia de esta sublevación fue la supresión virtual de la Milicia cívica.13
Como bien ha señalado Luis Medina Peña, “ni todos los estados formaron milicias ni todas las milicias se crearon bajo los mismos criterios. En esta medida las unidades que se formaron en los estados se constituyeron en una serie de pequeños ejércitos locales alternativos al permanente, que llegaron a usarse contra la federación.” Ahora bien, este mismo autor señala que las milicias cívicas fueron producto de la Constitución de 1824, y que tenían como objetivo salvaguardar la soberanía de los estados.14 Pero como se ha visto, en realidad la Milicia cívica o nacional o local, fue concebida por las autoridades españolas que elaboraron la Constitución de 1812, y la idea fue replicada a su manera por Iturbide durante el Primer Imperio, así que la interpretación de Medina Peña parece un tanto inexacta.
La Milicia activa, en cambio, continuó cumpliendo su función durante todo el tiempo que duraron los regímenes centralistas de 1836 y 1843. La primera Constitución centralista o Leyes constitucionales –mejor conocidas como “Siete leyes”–, contemplaba en la tercera ley, artículo 44, fracción V la existencia de tropa permanente de mar y tierra, así como de la Milicia activa, sin aludir a ninguna otra fuerza. Por ejemplo, en 1838 se emitió un decreto para las bajas del Ejército mexicano por sorteo general. A pesar del título del decreto, el artículo 1° aclaraba que la disposición aplicaría por igual al Ejército regular y a la Milicia activa. De acuerdo con el capítulo I, artículos 2° y 4°, cada año, el 1° de septiembre, se comunicaría a cada departamento la cantidad de hombres con que debían contribuir. Dos días después, el gobernador debía comunicar por bando a cada prefectura la cantidad que le correspondía. El capítulo II, artículo 13 especificaba que los gobernadores debían circular las órdenes para efectuar el sorteo a los prefectos, y estos a su vez a los subprefectos de cada partido. Un mes después, el 1° de octubre, debía celebrarse el sorteo general en toda la república, sin que se pudiera diferir en modo alguno. José Antonio Serrano, en su conocida obra El contingente de sangre, ha dado a conocer ya con amplitud las dificultades del Estado mexicano para hacer cumplir disposiciones como ésta, dado que los gobiernos locales se resistían, invariablemente, a celebrar los sorteos, optando por enviar a filas a delincuentes y vagabundos mediante levas, a fin de reservar a la gente de valía para la Milicia local, mientras esta existió; pero aún después de su desaparición, se negaron a efectuar los sorteos, y siguieron enviando a gente indeseable reclutada mediante leva.15
Los artículos 14 a 19 versaban sobre los obligados y los exceptuados. En el primer caso se hallaban, ante todo, los solteros o viudos sin hijos que fueran vecinos del partido, con edades de 18 a 40 años y talla de al menos setenta pulgadas mexicanas, sin usar calzado. Llama la atención el que se bajara diez años la edad límite para quedar exento del servicio, así como el señalamiento de una estatura mínima, criterios de interés estrictamente militar, que en nuestra época resultarían muy normales, pero que no eran tan usuales en el siglo XIX. En segundo lugar, se sortearía a los casados que no hacían vida con sus mujeres, a menos que vivieran con hijos menores de 18 años o que tuvieran hijas sin casar. Si los grupos anteriores no proporcionaban suficientes individuos, se sortearían también a los casados sin hijos.
En cuanto a los que estuvieran ausentes de su partido por estar viajando debido a su giro u otro motivo, así como los que acompañaran a sus padres expatriados por sentencia judicial, serían considerados vecinos, es decir, que no quedarían exceptuados de ser sorteados. En el caso particular de los viandantes, que por su ocupación viajaban continuamente, serían incluidos en la lista del partido donde se encontraran al momento de celebrarse el sorteo. Tampoco serían exceptuados los residentes que fueran vecinos de otro partido o distrito, a menos que demostraran figurar en listas de sorteo de su partido de origen. Sin embargo, si alguien se mudaba de domicilio, estaba obligado a informarlo a las autoridades, tanto del lugar del que partía como del sitio al que llegaba, pues de otro modo podría ser sorteado en ambas poblaciones, y si resultaba designado soldado en cualquiera de ambas poblaciones, tendría que servir.
El artículo 15, así como el capítulo III, artículos 22 a 30 versaban sobre los exceptuados. Dentro de los exentos del servicio se incluirían a los que hubieran sufrido pena aflictiva o infamante por sentencia de juez competente, así como a los que disfrutaran de excepciones legales. Aquellos que sufrieran una “enfermedad habitual incurable que los inhabilite para el servicio”, tuvieran una deformidad física o carecieran de algún miembro que les impidiera el servicio para las armas. Los que no cumplieran con la estatura mínima, los “dementes o idiotas” –quienes padecieran enfermedades mentales o retraso–, los que ya hubieran servido en la Milicia personalmente o a través de un sustituto, los hijos únicos de padres sexagenarios o impedidos que vivieran en su compañía y fueran dependientes suyos, quien fuera hijo de una viuda. En el caso de familias donde hubiera más de un hijo mayor de18 años, sin importar su cantidad, se exceptuaría solo a uno de los vástagos. Quien sostuviera a hermanas solteras o hermanos menores de 18 años, pero si en dicha familia había más de un varón mayor de edad, se exceptuaría solo a uno de ellos. Los religiosos, tanto seculares como regulares en sus distintos grados.
Aquellos que hubieran iniciado su trámite matrimonial y los que estuviesen presentados para recibir una capellanía cuatro meses antes de publicado el sorteo, serían incluidos en la lista, por si no llegaban a recibir su dispensa matrimonial, o su capellanía. En caso de que sí lo obtuvieran, y resultaran sorteados, se les proporcionaría un sustituto.
Los rectores, profesores o catedráticos y alumnos internos de colegios y universidades serían exceptuados si entraban por lo menos seis meses antes de la celebración del sorteo y si eran regulares en sus clases. Los alumnos externos serían exentados únicamente si demostraban con testimonio de su catedrático y rector el llevar mínimo un año siendo puntuales y aplicados.
Los profesionistas, como abogados con bufete abierto, médicos y cirujanos aprobados que ejercieran su facultad, así como farmacéuticos aprobados con botica abierta, estarían exceptuados siempre que demostraran con certificados de las autoridades que cumplían con estas condiciones. Lo mismo sucedería con los practicantes de abogacía y medicina que llevaran un año ejerciendo con aplicación. A los farmacéuticos se les permitiría tener un mancebo exceptuado que les ayudara en su botica, siempre que hubiera sido contratado seis meses antes del sorteo.
Los funcionarios del Poder Judicial, como jueces de los tribunales superiores, jueces de letras en lo civil y criminal, escribanos públicos con oficio abierto, encargados de las actuaciones
de los juzgados; del Ejecutivo local, como miembros de ayuntamientos, jueces de paz, jefes de policía rural, preceptores de primeras letras nombrados por prefectos que hubieran abierto su escuela seis meses antes del sorteo y tuvieran por lo menos 12 discípulos; y todos los empleados nombrados por juntas electorales, del gobierno general y departamentales que pudieran demostrar sus nombramientos.
Adicionalmente, el capítulo IV, artículo 47 se indicaba que, si alguien salía sorteado, y delataba a un desertor que lograba ser aprehendido, sería eximido de servir. Y si ya estaba sirviendo, sería licenciado. Por otra parte, el capítulo V, artículos 49 a 52 trataba sobre la posibilidad de que un individuo sorteado evadiera el servicio enviando un remplazo en su lugar. Si el remplazante cumplía cabalmente el tiempo de servicio, el remplazado quedaría exento en delante de volver a ser sorteado para servir, mientras que el remplazante podía sustituir a otro individuo si así era su voluntad, a menos que él mismo resultara sorteado para servir. Sin embargo, si el remplazante desertaba, el remplazado debía tomar el lugar que desde un principio le había correspondido, pues de otro modo se le tendría por desertor y se haría acreedor a las penas correspondientes, a menos que consiguiera otro remplazante. El capítulo VIII advertía de las condiciones que harían inválido el servicio de un remplazante.
Los que contaran con los requisitos para ser exceptuados debían informarlo a las juntas respectivas quince días después de publicado el bando sobre los sorteos. La junta calificadora de cada partido estaría formada por el prefecto o subprefecto, cura párroco de la cabecera o su vicario, un alcalde, dos regidores, así como el síndico y secretario del ayuntamiento, pero si éstos no existieran, se llamaría al juez de paz y tres vecinos designados por el prefecto. En las ciudades o poblaciones muy grandes podrían formarse varias juntas.
El capítulo III, artículo 29 estipulaba que, si después de celebrado el sorteo, no se hubiera podido reunir la cantidad necesaria de remplazos, se formaría una nueva lista para sorteo, que incluiría a los varones que se hubieran casado antes de cumplir los 20 años, los arrieros que se encontraran en un partido del que no fueran vecinos y que traficaran con 20 bestias propias. En el capítulo IV, los artículos 38 a 42 y 45 hablaban de que, en caso de no completarse la cantidad de remplazos, de que el personal militar juzgara a alguno de los sorteados como inadecuado físicamente para el servicio, de que alguno de los sorteados no estuviera presente o de que tuviera pendiente la justificación de estar exceptuado, se realizaría un segundo sorteo para obtener
sustitutos que ocuparan su lugar. Todo hace suponer que el segundo sorteo mencionado en el artículo 29, era el mismo que el de los artículos 38 a 42. Ahora bien, el artículo 41 aclaraba que la cantidad de sustitutos debía corresponder a la tercera parte del cupo de remplazos que debía aportar la prefectura, de modo que no se esperaba que hubiera tantos sustitutos como milicianos salidos del primer sorteo.
Una vez seleccionados los milicianos potenciales, debían ser enviados a la capital del departamento, para ser examinados, a fin de constatar su idoneidad para el servicio, lo cual debía realizarse con celeridad, a fin de poder ocupar sus plazas en sus respectivos batallones o regimientos el 15 de diciembre. Iniciarían así un servicio por seis años. Huelga decir que trabajos como el del antes citado José Antonio Serrano, así como de Claudia Ceja, muestran que, debido al incumplimiento de esta normatividad, fue imposible para el Ejército y Milicia activa prescindir de elementos mutilados, enfermos o demasiado viejos. Los censos para poder sortear a la población masculina no eran levantados, y si se contaba con esa información, la gente “de bien” no era sorteada, sino que se enviaba población indeseable reclutada por leva, que podía o no ser aceptada por las autoridades militares, pero el resultado era que o no se podía remplazar a los elementos de tropa que deberían ser retirados o dados de baja, o se les sustituía por personal que era tan inadecuado como el remplazado.16
En última instancia, el artículo 46 ofrecía la posibilidad de completar el contingente que se debía sortear en las prefecturas, por medio de incluir a los desertores que hubieran sido aprehendidos o presentados en la jurisdicción, así como a los soldados que se enrolaran voluntariamente. Esta opción permitía disminuir la cantidad de ciudadanos que había que sortear y enviar, además de estimular la colaboración de las autoridades locales en la búsqueda de los desertores. Pero con todo y eso, las autoridades locales fueron reacias a cooperar.
Finalmente, los capítulos VI y VII versaban sobre el enganche voluntario, a través de las banderas de reclutas. Esta figura era válida tanto para el Ejército como para la Milicia activa. Los enganchados por primera vez servirían por seis años, siendo posible el reenganche por periodos de tres años. Los soldados activos percibían paga, al igual que los permanentes, debido a su condición movilizada, a diferencia de los milicianos cívicos, que en tiempo de paz no percibían ninguna remuneración.
1 ARCHER, Christon, El ejército en el México borbónico 1760-1810, FCE, México, 1983, pp. 34, 36, 39, 41, 57. CRUZ BARNEY, Oscar, “Las milicias en la Nueva España: La obra del segundo conde de Revillagigedo (1789-1794)”, Estudios de Historia Novohispana, México, núm. 34, enero-junio 2006, p. 76. KUETHE, Allan J., “Las milicias disciplinadas en América”, en KUETHE, Allan J. y MARCHENA F., Juan, Soldados del Rey. El ejército borbónico en América colonial en vísperas de la independencia, Universitat Jaume I, Castelló de la Palma, 2005, pp. 106-107.
2 ORTIZ ESCAMILLA, Juan, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México. Instituto Mora-Colmex-Universidad Internacional de Andalucía-Universidad de Sevilla, México, 1997, pp. 63, 129 y 172-173 (existe una edición corregida y aumentada de esta obra: Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825, Colmex-Instituto Mora, México, 2014, pp. 104, 228). Es importante señalar que, en la primera edición de su obra, Ortiz Escamilla sostiene que las milicias se integraron en su totalidad al Ejército de las Tres Garantías, y por tanto adquirieron la condición de fuerzas permanentes, así como que Iturbide no contempló conservar a las Milicias provincial y cívica (urbana), pero como se verá, los autores de este texto diferimos con esta posición con base en la documentación consultada; el párrafo en cuestión fue suprimido en la segunda edición. RAMÍREZ SESMA, Joaquín, Colección de decretos, órdenes y circulares espedidas por los gobiernos nacionales de la Federacion mexicana, desde el año de 1821, hasta el de 1826, para el arreglo del ejercito de los Estados Unidos Mexicanos. Imprenta a cargo de Martín Rivera, México, 1827, p. 245.
3 Constitución de la Monarquía Española, Título III, Capítulo VII, Art. 131.
4 ARELLANO GONZÁLEZ, Carlos Eduardo, “La verdadera Guardia Nacional.” Institucionalización, politización y régimen disciplinario de la Milicia Activa en Michoacán. 1823-1855, tesis de maestría, UMSNH-IIH, México, 2021, pp. 13-14.
5 Circular no. 62, Sobre el uniforme que debe usar el Ejército permanente y Milicia nacional activa, AHSDN, Operaciones Militares, XI/481.3/66, ff. 1-2, anverso y reverso.
6 RAMÍREZ SESMA, op. cit., 1827, pp. 219-231.
7 Ibidem, pp. 232-234. En el texto publicado por Ramírez Sesma aparece como fecha del decreto el 16 de septiembre, pero en otra disposición del 4 de diciembre de 1824, publicada en la misma compilación, se alude a este documento como fechado en 12 de septiembre.
8 CELIS VILLALBA, Pedro, Las fuerzas militares auxiliares y de reserva en México (1821-1914). Tesis de licenciatura, UNAM-FF y L, México, 2012, p. 52.
9 ARELLANO GONZÁLEZ, op. cit., pp. 4-5.
10 Ibidem, pp. 14-15.
11 KUETHE, op. cit., p. 106.
12 MEDINA PEÑA, Luis, Los bárbaros del Norte. Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX. FCE-CIDE, México, 2014, p. 91.
13 SORDO CEDEÑO, Reynaldo, El Congreso en la primera República Centralista, Colmex-ITAM. México, 1993, pp. 154-161.
14 MEDINA PEÑA, op. cit., p. 90.
15 SERRANO ORTEGA, José Antonio, El contingente de sangre. Los gobiernos estatales y departamentales y los métodos de reclutamiento del ejército permanente mexicano, 1824-1844. INAH, México, 1993, pp. 77-95.
16 Ibidem, pp. 92-93, 107. Vid. CEJA ANDRADE, Claudia, La fragilidad de las armas. Reclutamiento, control y vida social en el ejército en la Ciudad de México durante la primera mitad del siglo XIX. Colmex-Comich-Universidad Autónoma de Querétaro, México, 2022.
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La Guardia Nacional entra en el escenario
La Milicia activa fue la única fuerza auxiliar que cubrió el papel de reserva durante el periodo bajo las dos constituciones centralistas. El régimen de las Bases para la organización política de la República Mexicana o “Bases orgánicas” (1843-1845) repitió en su título IV, artículo 65, fracción V, la redacción de la Constitución centralista anterior, en relación con la existencia de tropa permanente de mar y tierra junto con Milicia activa. También se mantuvo en vigor el reglamento de remplazos de 1839. Pero las vicisitudes políticas llevaron a la conformación de una nueva corporación, con un enfoque muy similar al de la Milicia cívica.
En 1845 las dificultades entre México y los Estados Unidos llevaron a ambos países al borde de la guerra, la cual se hizo inevitable cuando Texas fue anexada a la Unión Americana. Por este motivo, el gobierno del general José Joaquín de Herrera decidió formar un Ejército de operaciones acuartelado en San Luis Potosí, cuyo mando en jefe se dio al general de división Mariano Paredes y Arrillaga. Este último, en lugar de marchar hacia la frontera Norte se pronunció con el Plan de San Luis, y marchó sobre la capital del país, derrocando a Herrera. Paredes derogó las Bases Orgánicas y se erigió en dictador, con la intención inicial de preparar el establecimiento de una monarquía encabezada por un príncipe de la Casa Borbón, pero tras solo unos meses en el poder enfrentó el inicio de la guerra con los estadounidenses, al tener lugar el primer enfrentamiento entre fuerzas de ambos países. A esto se añadieron pronunciamientos federalistas en Jalisco (José María Yáñez), el Sur (Juan Álvarez) y Veracruz (Francisco Pérez). Paredes decidió asumir el mando de las fuerzas que debían dirigirse a combatir a los estadounidenses, dejando la presidencia en manos del general de división Nicolás Bravo, quien restableció las Bases Orgánicas. Para entonces ya se había fraguado una conspiración federalista, encabezada por Valentín Gómez Farías y Manuel Crescencio Rejón –de parte de los puros– así como Juan Rodríguez Puebla, José Ramón Pacheco y José María Lafragua –por parte de los moderados–, quienes recurrieron al comandante general de México, general de brigada José Mariano Salas, para que iniciara una asonada. Éste se pronunció el 4 de agosto de 1846 por el restablecimiento del federalismo con el Plan de la Ciudadela, y puso sitio a Palacio Nacional. Tras la rendición de Bravo, así como la aprehensión de Paredes, Salas asumió el gobierno como General en jefe del Ejército libertador republicano, encargado del Supremo Poder Ejecutivo.17
Entre las primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno, estuvo la de decretar el 11 de septiembre siguiente la creación de una Guardia Nacional, junto con su respectivo reglamento. En su introducción, el decreto explicaba que, aunque la Constitución de 1824 –que acababa de ser restablecida–, estipulaba en su artículo 5°, parte 19 –en realidad título III, sección V, artículo 50, fracción XIX–, que era prerrogativa del Congreso de la Unión “formar reglamentos para organizar, armar y disciplinar la milicia local en los estados”, la excéntrica situación de la nación en vista de la guerra con los Estados Unidos hacía necesario que el Ejecutivo se arrogara dicha función y armara a la población contra sus enemigos interiores y exteriores.
La intención no era que se tratara de una medida temporal, pues el artículo 1° indicaba que la Guardia debía subsistir permanentemente en la República Mexicana. La misión de esta nueva corporación, de acuerdo con el artículo 2°, sería sostener la independencia, libertad, Constitución y leyes de la República, de modo que no sólo debería contribuir al orden interno, sino también colaborar con el Ejército en la lucha contra fuerzas extranjeras. El artículo 16 declaraba que la Guardia contaría con cuerpos de infantería, caballería y artillería, así como departamentos de ingenieros en cada capital estatal.
El término Guardia Nacional había sido acuñado por la Francia revolucionaria y, como bien observa Medina Peña, en el decreto del general Salas se “logró por primera vez la identificación entre el servicio militar de los ciudadanos y la nación.” Aunque más adelante, el mismo autor señala que el decreto de 1846 vinculó a la Guardia con la democracia, no con la nación, al afirmar que dicha corporación era “inherente a las instituciones democráticas.” Para Medina Peña, el decreto de 1793 sobre el reclutamiento en masa para la defensa de la nación por sus ciudadanos, en contra de enemigos externos, instauró un mito que inspiró la creación de la Guardia Nacional mexicana. Sin embargo, a su juicio la Guardia Nacional francesa tenía una conscripción universal o levé en masse más genuina, ya que solo exceptuaba de servir a los funcionarios públicos y a los obreros de las armerías o al servicio de las fuerzas armadas, aunque si se tiene en consideración que la edad de servicio iba de los 18 a los 25 años, se comprende que no era necesario estipular muchas excepciones, pues gran parte de la población quedaría exceptuada al estar fuera de ese rango.18
En relación a los integrantes de la Guardia, el artículo 3° contenía información muy peculiar. Se decía que la edad para servir iría de los 16 a los 50 años, es decir, se ampliaba nuevamente el periodo de servicio, pero incluso se superaba el término que había existido para la Milicia cívica, pues la edad mínima era dos años inferior, lo que implicaba alistar a menores de edad. Asimismo, se decía que todo mexicano dentro de ese rango de edades, tenía el “derecho” de ser inscrito en la Guardia, palabras que sugieren una conscripción voluntaria, e incluso honorífica, a la que los ciudadanos querrían aspirar. Pero a continuación se advierte que el que no estuviera alistado en el número de los defensores de su patria, perdería derechos políticos; de acuerdo con el artículo 14 se perdería durante un año el derecho al voto, tanto activo como pasivo, en las elecciones populares, además de incurrir en prisión de 30 días o en su defecto una multa de 1 a 15 pesos. Es decir, el alistamiento no era voluntario, sino obligatorio, y su incumplimiento conllevaba una sanción. La defensa de la nación se concebía como un derecho, pero si no se albergaba tan alta aspiración, se enfrentarían consecuencias negativas.
El artículo 6° trataba sobre los exceptuados. En primer lugar, quedaban exentos los religiosos que guardaran las prevenciones del Concilio de Trento; enseguida los funcionarios públicos, jueces y empleados de cualquier oficina o renta del erario; en tercer lugar, los médicos, cirujanos y boticarios; después los rectores, catedráticos, estudiantes de los colegios, preceptores de enseñanza primaria con establecimiento abierto; luego los militares en activo, así como aquellos que recibieran una pensión de retiro; en sexto lugar, quienes fueran ciudadanos de una nación en guerra con México; seguían los criados domésticos que estuvieran “precisamente al servicio inmediato de sus amos; en octavo lugar, los marineros; los que tuvieran impedimento físico perpetuo demostrado por certificaciones juradas de tres facultativos; los imples jornaleros del campo; y en último lugar, los barreteros, peones y veladores de minas, mientras se encontraran laborando formalmente.
Como había sucedido con las Milicias cívica y activa, se exceptuaba al clero, a los funcionarios públicos, a la mano de obra de los sectores productivos y comerciales, así como a los militares permanentes en activo. Pero a diferencia de lo ocurrido con la Milicia activa, ahora no se pedía mayor requisito a los profesionistas de la rama médica para quedar exceptuados, ni tampoco a los docentes y estudiantes. Y por primera vez, se exceptuaba a los militares regulares en retiro de servir en la Guardia. Así que, en varios sentidos, este reglamento fue menos estricto a la hora de conceder excepciones. Pero ello no significa que se contara con la apatía de la ciudadanía, pues el artículo 7° declaraba que los clérigos, funcionarios públicos, médicos, profesores y estudiantes, tendrían que contribuir a pagar los fondos de la Guardia, aportando una contribución que podría oscilar entre dos reales y dos pesos mensuales. En cuanto al servicio voluntario, en el artículo 8° se indicaba que todos los exceptuados podían inscribirse en la Guardia si así lo deseaban, excepto los clérigos y los ciudadanos de una nación en guerra con México.
En cuanto a los que sí estaban obligados a servir, los artículos 9° a 15 determinaban que existirían dos mecanismos para alistarlos. El primero consistiría en registrar a todos aquellos que voluntariamente se presentaran en los cuarteles para quedar inscritos en la Guardia. El segundo mecanismo implicaría levantar padrones de la población masculina de la localidad en edad de servir. De dicha lista serían excluidos los que ya se hubieran alistado voluntariamente, así como los originarios de nación en guerra con México. El resto de los no exceptuados se consideraría alistado, pero se daría opción a la autoridad local de llamar a servir únicamente a la mitad o a la tercera parte de ellos, según la necesidad. Los inscritos que no fueran llamados a servir, aportarían una cuota mensual no menor a 4 reales y no mayor a 4 pesos. Respecto a los que sí sirvieran, no podrían recurrir a sustitutos o remplazantes, como ocurría con la Milicia activa, pues el servicio era obligación de todo ciudadano, y nadie podía tomar su lugar. El adiestramiento, consistente en academias de oficiales y sargentos, así como ejercicios doctrinales, para la tropa, tendría lugar los “días festivos o en horas compatibles con las ocupaciones respectivas de sus individuos, a juicio prudente de sus jefes.”
Durante el tiempo que duró la guerra con los Estados Unidos se formaron algunos cuerpos de Guardia Nacional. En Chihuahua constituyeron la mayor parte de las fuerzas que hicieron frente a los estadounidenses, aunque fueron cabalmente derrotadas en la batalla de Sacramento. Algunos próceres de la Gran Década Nacional participaron como jóvenes voluntarios de Guardia Nacional, como Mariano Escobedo, quien sirvió en la batalla de La Angostura. En el Distrito Federal también se formaron varios cuerpos, que participaron en las diversas acciones del Valle de México, pero que también llevaron la parte más importante en la nada honrosa Rebelión de los polkos, que provocó la destitución del vicepresidente Valentín Gómez Farías. En Memorias de mis tiempos, Guillermo Prieto narra su participación en dicha rebelión y en la batalla de Padierna.19
Más allá del buen o mal desempeño de la Guardia Nacional durante el conflicto, su existencia no se vio cuestionada después de que se firmara la paz. De hecho, los nuevos gobiernos moderados buscaron consolidarla al emitir una Ley orgánica provisional, el 15 de julio de 1848. En las palabras de introducción, el presidente José Joaquín de Herrera afirmaba que la motivación de esta nueva ley era contribuir a restablecer la tranquilidad pública y a consolidar el orden constitucional. En consecuencia, el artículo 2° establecía como funciones de la Guardia defender la independencia de la nación, sostener las instituciones, conservar la tranquilidad pública, así como hacer obedecer las leyes y autoridades establecidas por ellas. De este modo, se asignaba a la Guardia contribuir a la seguridad, tanto interior como exterior. El artículo 3° señalaba que funciones como la seguridad de poblaciones y caminos, así como custodia de cárceles y reos, se asignarían a otras fuerzas especiales, lo cual constituía un cambio respecto a lo que se había establecido para las Milicias cívica y activa.
La nueva norma cuidaba más su lenguaje, respecto del decreto del general Salas. Por ejemplo, en el artículo 1° se decía que la Guardia estaría compuesta por “todos los mexicanos hábiles para el servicio militar” que no tuvieran “ninguna de las circunstancias por las que la ley fundamental priva de los derechos de ciudadanía, o suspende su ejercicio”, en tanto que el artículo 4° declaraba que todo mexicano que llegara a la edad de 18 años tenía la “obligación” de poner su nombre en el registro de la Guardia. Así que en esta ocasión no se utilizaban palabras ambiguas que hablaran de derechos que eran a la vez obligaciones. Solo se aludía a estas últimas, con un lenguaje mucho más coherente.
Los artículos 4° a 7° daban a las autoridades municipales la función de alistar a los guardias. Sin embargo, era responsabilidad de los ciudadanos acudir al llamado para alistarse. Terminado de levantarse el registro, los munícipes tendrían que indagar quienes de la comunidad habían evitado registrarse, a fin de imponerles una multa de 2 a 100 pesos, o detención de dos a 30 días. Los que estuvieran exceptuados debían presentarse el día del registro para comprobar que calificaban para quedar exentos.
En cuanto a los exceptuados, había mucha similitud con el Reglamento de 1846, pero se omitían algunos grupos de personas, se retomaban requisitos estipulados para las Milicias cívica y activa, además de entrarse en bastante detalle en relación con los funcionarios públicos. El primer cambio notorio (art. 8°), fue que por primera vez se señaló a los policías urbanos y rurales como exceptuados. Al igual que en el reglamento anterior, se exceptuaba a los militares de línea activos y retirados, así como a los marinos, los clérigos de todos los niveles, que observaran el Concilio de Trento y criados domésticos. En cuanto a los médicos, cirujanos y farmacéuticos, se les exceptuaría solo si tenían establecimiento abierto –como había sucedido con la Milicia cívica–
. Los mayores de 50 años y enfermos habituales también quedaban exceptuados; en esta ocasión no se hablaba de incapacitados físicos, por lo que seguramente su excepción se daba por sentada, al ser obvia y en cuanto a la edad, se volvía al criterio de 18 a 50 años como edades para servir.
Los funcionarios públicos estaban todos exceptuados, pero se especificaban en encargados y agentes del poder Ejecutivo de la Unión y los estados; individuos de las cámaras y legislaturas y sus dependientes; jueces, magistrados y empleados en los tribunales; empleados cuyas tareas fueran de tal naturaleza, que no pudieran servir sin perjuicio público. Todos los exceptuados mencionados en el artículo 8° debían contribuir con una cuota, desde 2 reales hasta 15 pesos mensuales, para los fondos de la Guardia (art. 9°). Pero, como en los reglamentos anteriores, aquellos exceptuados que quisieran servir podrían hacerlo (art. 15).
El otro cambio importante fue que, por primera vez, no se quiso exentar a los simples jornaleros del campo y operarios de las minas. El artículo 10° dejaba a los gobiernos estatales la formación de reglamentos que permitieran que dichos trabajadores, así como otros empleados con un salario menor a 8 pesos mensuales, pudieran servir en la Guardia sin perjudicar la riqueza pública. Tampoco se mencionaba a arrieros ni comerciantes ambulantes, o viandantes, como exceptuados. Es posible que el trauma producido por la derrota ante los Estados Unidos, con la consecuente pérdida de gran parte del territorio nacional, llevara a la clase gobernante a dar prioridad a la defensa del país por sobre los imperativos económicos.
Tampoco se exceptuó a los directores y profesores de establecimientos públicos de enseñanza primaria, secundaria y profesional ni a los estudiantes, pero se les dio la opción de que formaran batallones separados, a fin de que se les señalaran ejercicios y servicios compatibles con sus ocupaciones, aunque a juicio de las “respectivas autoridades” (art. 15). Igualmente quedaron sin exceptuar los que tenían dos hijos en la Guardia, pero se les dio la misma opción que a profesores y estudiantes. Por otra parte, en este mismo artículo se menciona a los mayores de 50 años como no exceptuados que podían formar sus propios batallones, contradiciendo abiertamente al artículo 8°, que establecía esa edad como el límite para servir. Podría haber sido un error de quien redactó el reglamento, porque carece de sentido.
Al igual que en el reglamento de 1846, se estipulaba que la Guardia contaría con personal de infantería, caballería y artillería, aunque ya no se contemplaban ingenieros (art.16). Pero más significativo era que en el artículo 11 se hablara de que la Guardia se dividiría en móvil y sedentaria. La Guardia móvil podría salir a servir fuera de su jurisdicción sin mayor trámite, aunque sólo por periodos de seis meses, tras los cuales, un batallón o escuadrón distinto tomaría su lugar (art. 12). Esta Guardia se formaría con seis individuos por cada mil habitantes (art.11). Se entiende que la Guardia sedentaria se formaría con el resto de los alistados, y que tenía como objeto servir únicamente dentro de su jurisdicción, a menos que un “caso extraordinario” exigiera que también saliera, pero entonces se seguirían los lineamientos establecidos para la Milicia local, lo que implicaba solicitar licencia al Congreso de la Unión (art. 14).
La división de la Guardia en sedentaria y móvil fue congruente con la nueva situación militar del país, ya que una ley del 1° de diciembre de 1847 había ordenado poner en receso a la Milicia activa, así como reducir el contingente del Ejército.20 Al no existir una fuerza auxiliar o de reserva movilizada, como había sido la Milicia activa, se hacía necesario asignar este papel a la Guardia Nacional.
Durante los gobiernos moderados de José Joaquín de Herrera y Mariano Arista (1848-1852), se debatió la posibilidad de mantener a la Milicia activa, transformándola en la Guardia Nacional móvil, o de desaparecerla por completo. Pero mientras esto se resolvía, la mayoría de los cuerpos fueron disueltos y sus integrantes dados de baja o veteranizados e incorporados al Ejército permanente.21
Sin embargo, la situación dio un giro antes de concluir 1852, pues la rebelión iniciada en Jalisco por el coronel de Milicia activa veteranizado José María Blancarte, y agravada por el pronunciamiento del general de brigada José López Uraga con el Plan del Hospicio, así como la negativa del Congreso a otorgar a Arista facultades extraordinarias para combatirla, causaron la renuncia de éste a la presidencia. El presidente de la Suprema Corte, Juan Bautista Ceballos, quiso asumir el gobierno de acuerdo con lo establecido en la constitución, pero los rebeldes no lo aceptaron y el general de brigada Manuel María Lombardini tomó el poder, con la misión de llamar del exilio a Antonio López de Santa Anna. Éste, a su vez, regresó para erigirse en dictador, con el apoyo del partido conservador, y con el objetivo de instaurar una monarquía encabezada por un miembro de la Casa de Borbón.
El regreso de Santa Anna se tradujo de inmediato en la supresión de la Guardia Nacional, y la reorganización de la Milicia activa, ya que los conservadores encabezados por Lucas Alamán respaldaban completamente este tipo de fuerza, a la que identificaban con la Milicia provincial virreinal, y a la que reputaban como idónea para fortalecer al Ejército en la manutención del orden.22 Por este motivo, el 30 de noviembre de 1853 se promulgó un Decreto para reemplazar las bajas del Ejército Mexicano , por rigoroso sorteo, que en su primer artículo indicaba que el sistema sería usado, tanto para el Ejército como para la Milicia activa.
Dicho artículo condicionaba la ciudadanía, o el ejercicio de los derechos políticos a la participación en los sorteos de remplazos, lo que se haría constar con una boleta (art. 2°). Si alguien no presentaba este documento, no podría obtener ningún empleo lucrativo, ser admitido en juicio, solicitar pasaporte ni ejercer derechos políticos ‒votar o ser elegido para un cargo público‒. Idea muy semejante a la establecida en el siglo XX, con la cartilla liberada del servicio militar. A fin de desincentivar la resistencia de los ciudadanos, se ofrecía una recompensa de 10 pesos a quien denunciara a un individuo no empadronado, y de 25 pesos a quien denunciara a alguien que hubiera mentido para ser exceptuado (art. 9°). A fin de no gravar al erario, el dinero se obtendría de las multas cobradas a los infractores.
Para efectuar los sorteos, la ley del 11 de mayo de 1853 obligaba a los gobiernos departamentales a levantar estadísticas de sus demarcaciones, pero mientras cumplimentaban dicha ley, podrían basarse en el censo levantado por la Sociedad de Geografía y Estadística (art.
4°). Curiosamente, se retomaba la norma de 1767 para Milicias provinciales para organizar los sorteos (art. 6°). A diferencia del reglamento de 1838, que iniciaba el proceso de sorteos en octubre, éste lo hacía en septiembre (art. 14), pero se contemplaba la posibilidad de ordenar sorteos extraordinarios, si había una cantidad de bajas muy grande debido a guerras o epidemias, por ejemplo.
Al igual que en 1838, se estableció como edad para servir, de 18 a 40 años (art. 28), lo que manifiesta un criterio más asertivo de parte de los militares, en relación con la disposición física de los individuos, mientras que los políticos federalistas insistían en ampliar el servicio hasta los 50 años, no tomando en cuenta las limitaciones físicas impuestas por la edad. Debían servir, en primer lugar, todos los solteros y viudos sin hijos. Después los casados que no hicieran vida con su mujer, a menos que tuvieran hijos menores de edad, o hijas sin casar. Si estos dos grupos no alcanzaban a cubrir las plazas, se sortearían también a los casados sin hijos. Respecto a los que estuvieran ausentes de su demarcación por distintos motivos, al efectuarse el sorteo, se seguían los mismos criterios que en el reglamento de 1838 (arts. 30-32), y lo mismo sucedería si en el primer sorteo no se reunían suficientes remplazos, debiéndose celebrar un segundo sorteo, que como se había estipulado en 1838, debería ser realizado con los que se hubieran casado antes de cumplir 20 años y no tuvieran hijos, así como con los viandantes que traficaran con 20 bestias propias (art.42). Asimismo, como en 1838, se contempló la posibilidad de recurrir a un remplazante, para cumplir el servicio (arts. 64-67). Las reglas para el enganche voluntario de soldados también repitieron el modelo de 1838 (arts. 78-73).
Quien no cumpliera con el deber de acudir a empadronarse y recibir su boleta de registro, sería castigado con seis años de servicio en el Ejército, en caso de tener las debidas cualidades físicas, pero si no las tenía, sería enviado por dos años a presidio (art. 76). Y si los prefectos con cumplían debidamente su papel al celebrar los sorteos, podrían ser multados con 100 a 500 pesos, o ser suspendidos de sus funciones y sufrir prisión desde seis meses hasta un año (art. 76). El mismo castigo sería sufrido por los dueños o encargados de fincas urbanas que dieran empleo a los que no contaran con su boleta de registro en el padrón para el sorteo (art. 77), pero los directores de talleres, encargados de obras, maestros de oficio y establecimientos de todas clases que incurrieran en el mismo tipo de falta, serían multados únicamente con 10 a 30 pesos por cada empleado (art. 78). Los particulares que emplearan en su servicio a un varón sin boleta,
serían multados con 25 a 50 pesos (art. 80). Todo esto recuerda, una vez más, el método usado en el siglo XX con relación a la cartilla del servicio militar.
Los funcionarios civiles que expidieran pasaportes a personas sin boleta serían multados con 100 pesos la primera vez que cometieran esta falta, con 300 pesos, suspensión de funciones y seis meses de prisión, la segunda; por otro lado, si expedían pasaporte a alguien que hubiera salido sorteado para servir, ayudándolo a evadir su deber, servirían en lugar de ese individuo, por seis años en el Ejército (art. 79). Y si alguien ocultaba a alguien de la lista del sorteo, sufriría prisión de un año (art. 81). En cuanto a los evasores, si se ocultaban para no estar presentes en el sorteo, serían considerados soldados, pero si ya habían salido sorteados, serían tenidos por desertores. Quien ocultara a un desertor, sufriría multa de 100 pesos y seis meses a un año de prisión (art. 82). Si se averiguaba que alguien se había lastimado a sí mismo para fingir inutilidad física y estar exceptuado, sufriría una corte marcial. Mientras estuviera inutilizado, debería proveer un sustituto, so pena de padecer un año de trabajo en obras públicas. Si se recuperaba de la lesión autoinfligida, o resultaba que esta había sido simulada, debería servir seis años en obras públicas (art. 84).
A las medidas antedichas, se agregaban otras en los artículos siguientes, para asegurarse de que todos los funcionarios civiles y militares cumplieran su función durante los sorteos, y que estos se efectuaran sin falta. Pero huelga decir que la situación del Estado mexicano en 1853 no era mucho mejor que en 1838, y que, por tanto, por muy severas y específicas que fueran las penas, si había resistencia de las comunidades y autoridades locales para cumplir con la normatividad, habría sido muy difícil ejecutar las sanciones.
El artículo 35 versaba sobre las excepciones al servicio, que básicamente repetían lo estipulado en 1838, y que incluían a los padecieran una enfermedad habitual incurable, deformidad o pérdida de algún miembro que los inhabilitara para el servicio; los que demostraran por certificado ya haber cumplido con seis años de servicio, directamente o a través de un remplazante; el hijo único de padres sexagenarios o impedidos, que viviera en su compañía y contribuyera a su subsistencia, pero si había varios hijos mayores de 18 años, sólo se exceptuaría a uno; lo mismo sucedía con el hijo único de una viuda o cuando ésta tuviera varios mayores de 18 años; el que mantuviera a hermanas solteras o hermanos menores de 18 años; los religiosos profesos o que contaran con el fuero establecido en el Concilio de Trento; los que tuvieran
pendiente dispensa matrimonial o hubieran empezado a correr amonestaciones, antes de celebrarse el sorteo, y siempre que el matrimonio se verificara en un plazo de 60 días, pero serían incluidos en el sorteo por si no llegaran a casarse, y si lo hacían, se les pondría un sustituto; los que estuvieran presentados para una capellanía cuatro meses antes de publicado el sorteo, pero serían inscritos en el sorteo en caso de no recibir sus órdenes, más si lo hacían, se les pondría un sustituto; rectores, profesores o catedráticos, así como alumnos de colegios y universidades, internos y externos, cumpliendo las mismas condiciones estipuladas en 1838; abogados con bufete abierto y practicantes, médicos y cirujanos aprobados que ejercieran su facultas, así como practicantes y farmacéuticos examinados con botica abierta y un mancebo ayudante, también en los términos de 1838; jueces de los tribunales superiores, los de letras en lo civil y criminal, escribanos públicos con oficio abierto y encargados de las actuaciones de los juzgados; miembros de ayuntamientos y jueces de paz; jefes de policía rural con nombramiento en forma; preceptores de primeras letras nombrados por la ley en los términos de 1838.
Pero había nuevas categorías de exceptuados: encargados de expendios de papel sellado dependientes del gobierno general; y los indígenas puros. El primer caso se explica a la luz de la necesidad de contar con papel sellado para efectuar cualquier trámite ante el gobierno, lo cual se vería seriamente entorpecido si en una villa o pueblo había solo uno de estos encargados y era llamado a filas. El segundo caso parece una reminiscencia del criterio proteccionista de la Corona española para con los indígenas, a los que se veía como menores de edad perpetuos, y necesitados del amparo gubernamental contra los abusos de los peninsulares y criollos.
Las excepciones serían calificadas por una junta, formada por el prefecto o subprefecto, el cura párroco de la cabecera o su vicario, un juez de paz, dos regidores, el síndico, un médico, el secretario del Ayuntamiento, si lo había (art. 36). En la ciudad de México se formaría una junta por cada una de sus prefecturas, pero estarían formadas por el cura párroco, un miembro del Ayuntamiento de la capital, un militar nombrado por el jefe del Estado Mayor General y un miembro del Cuerpo Médico Militar (art. 37).
Esto último es importante, porque para esta época radicaba en México el general de brigada Pedro Vander Linden, de origen belga, que se había formado como médico en Europa y había servido como cirujano militar en las campañas napoleónicas. Se había trasladado a nuestro país en 1835, sirviendo primero en hospitales civiles, pero después fue aprovechado para organizar el primer Cuerpo Médico Militar mexicano.23 Esta situación se reflejó en un anexo publicado junto con el reglamento, consistente en una Nomenclatura de las enfermedades que constituyen incapacidad para el servicio de las armas, o exigen la licencia absoluta del soldado en servicio, emitida el 7 de diciembre de 1853.
El documento en cuestión clasificaba las enfermedades en nueve categorías: defectos físicos y enfermedades del aparato de la visión; defectos o enfermedades del oído; defectos o enfermedades de la nariz y aparato de la respiración; defectos o enfermedades de la boca y aparato digestivo; defectos físicos y enfermedades del aparato génito-urinario; defectos físicos o enfermedades de la piel; defectos o enfermedades del aparato locomotor; defectos y enfermedades del sistema linfático; defectos o enfermedades del sistema cerebro-espinal y de los nervios. Cada una de estas categorías iba acompañada por la enumeración de las distintas afecciones que, a juicio de Vander Linden, impedirían el buen desempeño militar, evidentemente con la finalidad de auxiliar al personal médico, involucrado en las juntas calificadoras, en la identificación de dichos males.
Esto último muestra un avance en torno a los procedimientos gubernamentales para garantizar el poder contar con un personal militar adecuado, lo que no impidió tener que recurrir a las infames levas para cubrir las vacantes en las fuerzas armadas, debido a la perene resistencia de la población y autoridades locales a cooperar con el Gobierno general, en la celebración de los sorteos. Es importante señalar que los cuerpos activos duraron tanto como la dictadura de Santa Anna, quien salió del poder, por última vez, en 1855. Los revolucionarios de Ayutla restablecieron la Guardia Nacional, y volvieron a poner en receso a la Milicia activa, aunque las necesidades gubernamentales forzaron a volver a organizar fuerzas auxiliares, que frecuentemente fueron reconocidas como activas.24 Sin embargo, el triunfo definitivo de la facción liberal en la Guerra de Tres Años, así como la Intervención Francesa y Segundo Imperio, llevó a la consolidación de la Guardia Nacional como la fuerza de reserva por excelencia, aunque el Ejército permanente continuó acompañado por el Ejército auxiliar de la Federación, así como fuerzas auxiliares estatales.
17 ÁLVAREZ SÁNCHEZ, Edwin Alberto, Un pequeño Santa Anna. Biografía política de José Mariano Salas. Tesis de licenciatura, UNAM-FF y L, México, 2004, pp. 87-90.
18 MEDINA PEÑA, op. cit., pp. 92-95, especialmente nota 6 de la p. 94.
19 Cf. con MEDINA PEÑA, op. cit., p. 99, donde afirma que el decreto de 1846 nunca entró en vigor.
20 ARELLANO GONZÁLEZ, op. cit., p. 49.
21 Ibidem, pp. 50-54.
22 Ibidem, pp. 55-56.
23 Vid. enciclopedia.udg.mx/artículos/van-der-linden-pedro (consultado el 29 de mayo de 2023)
24 ARELLANO GONZÁLEZ, op. cit., pp, 59-61.
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A manera de conclusión
Más allá de las tensiones que existieron en el siglo XIX, entre el Gobierno federal o central y las autoridades locales por cumplir con los mecanismos establecidos para remplazar adecuadamente las plazas vacantes en el Ejército y sus fuerzas de reserva o auxiliares; y más allá del debate tácito entre los distintos modelos de reserva, constituidos por las Milicias cívicas o nacionales, con la Milicia activa, por un lado, y la Guardia Nacional por el otro; este texto ha buscado centrar la atención en las condiciones establecidas para exceptuar a los ciudadanos de dicho servicio.
La intención ha sido reflexionar en torno a los criterios que llevaron a los distintos gobiernos a fijar dichas condiciones. En un primer momento parece prevalecer la preocupación por garantizar la continuidad de las actividades productivas, a las que se veía como vitales para la subsistencia del país. Sin embargo, conforme avanzó el siglo, esta preocupación fue cada vez menor, prevaleciendo el criterio de considerar como prioritaria la defensa territorial de la patria. Aunque este punto de vista se manifiesta ya en 1838, en el contexto de la primer República central y de la llamada Guerra de los pasteles, se evidencia que este criterio se fortaleció durante y después de la amarga experiencia producida por la Guerra contra los Estados Unidos.
En claro contraste, algo que nunca perdió su carácter inviolable fue el respeto a la clase clerical, ya que todos los reglamentos, incluso los producidos por federalistas radicales, reconocieron a los dirigentes del culto católico el privilegio de ser eximidos del servicio armado. Este criterio tuvo como trasfondo la consideración dada a la religión católica como la única admitida en el país, dándosele la condición de religión de Estado. Las cosas cambiaron durante la segunda mitad del siglo XIX, en que triunfó la libertad de cultos. Y, sin embargo, dado que el reglamento para la Guardia Nacional de 1848 siguió vigente durante la República Restaurada y Porfiriato, es un hecho que la clase clerical continuó gozando del privilegio de la exención. Actualmente, ya no solo existe la posibilidad de eximir a un ministro religioso, sino también a un objetor de conciencia, aunque sea parcialmente.
Otro sector que siempre fue protegido, por obvias razones, fue el de los funcionarios públicos. Involucrarlos en el servicio armado mientras ejercían sus cargos habría paralizado al Estado.
Finalmente, se puede notar que, si bien los distintos gobiernos buscaron limitar las razones de salud física para exentar del servicio a los ciudadanos, el avance en la
profesionalización del sector médico militar contribuyó a proteger a quienes tuvieran afecciones, que fueran verdaderamente limitantes, y que habrían podido ser subestimadas por funcionarios civiles y militares mal informados.
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Documentos de archivo
Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional (AHSDN), ramo Operaciones Militares, expediente XI/481.3/66.
Fuentes digitales
enciclopedia.udg.mx/artículos/van-der-linden-pedro